miércoles, 17 de agosto de 2016

Zapatero a sus zapatos

Con paso lento bajaba por la empinada calle que lo conducía a la plaza del pueblo, venía perdido en sus pensamientos, estuvo a punto de caerse un par de veces. Esa tarde, sin quererlo, lo involucraron los hechos más que las palabras. Estaba en su taller trabajando tranquilamente, un ruido ensordecedor lo despertó de su monótona tarea. Remendar zapatos hacía mucho tiempo que se le había hecho casi insoportable. Se podría decir que además del cura era el hombre más culto de aquellos parajes. Tenía tantos libros leídos como suelas cosidas.
Así, tratando de encajar todas las piezas, venía bajando. El estrépito, los gritos que lo sucedieron, la gente corriendo por las calles. Fue todo tan confuso que no podía hacerse una verdadera imagen de lo sucedido.
Llegó a la plaza, pensó unos instantes ¿Debía dirigirse a la iglesia o a la comisaría? Golpeó la vieja puerta de la única posta policial en kilómetros. Lo espetó el secretario del comisario.
—¿Quién molesta a esta hora?
—Soy yo, Giuseppe, el zapatero. Necesito hablar con el jefe.
—Que necesidad de golpear la puerta, hombre. Pase directamente, usted bien sabe que los amigos del jefe son amigos de la casa.
—Yo hablo con el comisario, usted mientras tanto cruce la calle y busque al cura que lo vamos a necesitar —Lo dijo con tal certeza y voz de mando que el policía salió corriendo hacia la iglesia.
Entró tan tranquilo como pudo, se aproximó a la puerta del único despacho del edificio. Estaba seguro que su amigo se incomodaría con su sorpresiva visita, estaba mucho más seguro que lo que tenía para contarle lo incomodaría mucho más.
No tenía idea porque habían creado esa relación de amistad. Cuando Gian Carlo Rossi, llegó al pueblo a ocupar su ilustre cargo, tuvieron muchas diferencias. El recién llegado era un hombre afable, de buen carácter, alegre, independiente y algo chabacano en su hablar. Giuseppe lo catalogó como una persona frívola. Si bien, el zapatero, no tenía ningún cargo en la Administración local, siempre habían acudido en su ayuda, ya sea para resolver el robo de una gallina como así también el destino de una herencia. Lo consideraban un hombre justo, y el también pensaba lo mismo de sí. Rossi, menospreció sus habilidades tantas veces como su corta lucidez pudo. Sin embargo, con el tiempo aprendieron el uno del otro, podían ser de mutua ayuda. El remendón aprendió que no era tan necesario como creía y el policía reconoció que le era de mucha ayuda. Jamás se lo dijeron, no fue necesario.
—Gian Carlo, amigo, Rossi, hola —Se desparramó en la silla mientras saludaba.
—Qué sorpresa… me asustas con esa cara desencajada que tienes.
—¿Asustado? Tengo tanta pavura que ni correr pude. El miedo te ata las piernas, los cordones de los zapatos, no podía mover un pie sin pedirle permiso al otro.  
—Ahora me asustas de verdad. Tomemos un café y hablemos tranquilamente. ¡Alfonso! ¡Dos cafés bien cargados!
—No te molestes, Alfonso fue a buscar al párroco, yo se lo pedí.
La cara del comisario se transfiguró. Pasaba algo realmente incomprensible que ameritaba aquella reunión imprevista. El párroco, el zapatero y él mismo; todos juntos y sin aviso. El silencio se apoderó del despacho, se hizo incómodo. Los golpes a la puerta hicieron que salieran de sus pensamientos. Uno estaba absorto en la escena vivida, el otro imaginando.
—Permiso, permiso —Dijo Alfonso en el alfeizar.
—Adelante, tengo entendido que no vienes solo.
El ayudante se hizo a un lado y dio paso al cura que entró y se acomodó en la silla junto al zapatero sin esperar la invitación de rigor. También intuía algún tipo de descalabro.
—Buenas tardes, Gian Carlo. Buenas tardes, Giuseppe. ¿Quisiera saber a qué se debe está locura de hacerme salir corriendo de la iglesia cuando falta tan poco tiempo para comenzar la misa vespertina?
 —Perdón Padre, pero la situación lo amerita —Dijo muy directamente el zapatero.
—Despache que no tengo mucho tiempo, y creo que el comisario tampoco. Espero no sea alguna de esas locuras que se le ocurren de vez en cuando.
—Descuide. Cuando les cuente lo sucedido, van a concluir que es algo de temer.
—Basta de vueltas, hombre. Me tienes desconcertado desde que llegaste. Apura la explicación y deja las vueltas —Exclamó el oficial.
—No se alteren. Ya comienzo a contar, todavía estoy tratando de salir de mi estupor.
Se miraron, lo miraron y no dijeron ni una sola palabra, se quedaron a la espera del, seguramente, tedioso relato.
—Alfonso… dos cafés bien cargados y un té —Ordenó el jefe, sabiendo los gustos de los participantes, y esperando con sus gritos despertar al relator. Lo consiguió, fue así como logró que el remendón empezara a contar la historia que los había juntado.
—Estaba muy tranquilo, cosiendo un par de zapatos viejos, de la señora Aurelia ¿La conocen a Aurelia? Aurelia, la señora que vive al otro lado del pueblo, tiene una pequeña casa con flores en el jardín, la viuda, que el hijo se llama…
—Basta Giuseppe, basta. Conocemos a cada persona que vive por aquí, no hace falta tanto detalle —Se despachó el sacerdote algo nervioso.
—Perdón Padre, perdón.
—Ya deja de pedir perdón, si necesitas perdón ve al confesionario, hombre. Cuenta lo que tienes que contar o deja que siga con mis ocupaciones.
El cura del pueblo, el Padre Antonio, se había recibido como Doctor en Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana.  Sus superiores pensaron que podía llegar a obispo si  se lo proponía, tenía todo lo necesario para serlo. Algunas desavenencias con la cúpula eclesiástica, lo confinaron a un pueblo perdido.  Más de cuatro decenios aprendiendo a ser pastor de almas, lo habían llevado a ganarse el corazón de sus feligreses.
—Bueno, continúo. Estaba remendando los zapatos -de Aurelia- en mi taller, que como bien saben está a tan sólo tres empinadas y malditas cuadras de donde nos encontramos ahora. No viene al caso ¿Por qué al último intendente se le ocurrió cambiarle el nombre a mi calle? Nadie me explicó porque ahora debía llamarse Garibaldi en lugar de Alighieri. No consultó a ni uno de los vecinos de la calle —En las caras de los convidados a la reunión se empezó a entrever como la impaciencia se convertía en ira.
Quizás debería haberlos puesto, a ustedes lectores, mucho antes en situación. El pueblo en el que sucedieron tan inimaginables hechos, no contaba con más de cincuenta manzanas, con una amplitud que seis y una longitud de ocho cuadras. La calle principal, donde se ubicaba el taller, dividía al pueblo en dos y se deslizaba desde las colinas hasta el mar. Es decir, que el taller del zapatero se encontraba exactamente en el centro del pueblo. La comisaría y la Iglesia a una cuadra del mar, frente a la plaza. Era un lugar hermoso, de construcciones antiguas, donde el barroco había tenido tanta influencia que no se notaba el paso del tiempo. Calles empedradas y casas de color ocre que el tiempo se empecinaba en conservar. El clima era benévolo en invierno y verano, el cambio de estaciones era tan imperceptible que sus habitantes usaban el mismo tipo de ropa todo el año. La vida en aquel dantesco paraíso nunca tuvo demasiadas sorpresas. Las muertes, salvo alguno que otro desafortunado accidente,  solían suceder por causas naturales. Los pleitos se arreglaban en la parroquia o entre parroquianos, y la policía estaba tan pintada como un cuadro de Miguel Ángel. El suceso más peculiar de la última década fue cuando un turista atropelló un par de cabras y pasó cuatro horas en el calabozo hasta que pagó el valor en liras al dueño de las mismas.
Espero sepan disculparme si me explayé más de lo debido, mi intención no fue impacientarlos, no quiero convertirme en el responsable de vuestra ansiedad distrayéndolos del alegato del tercero en discordia. Los dejo con su relato.
—Ya me tienes un poco… impaciente, Giuseppe —Con voz suave, se expresó el policía, sabiendo que no eran bienvenidos sus exabruptos. 
—Tienen razón. Pero me sobrepasan los hechos. Intentaré ser todo lo breve que pueda ser.
—Si es breve y bueno, dos veces bueno. Si es extenso y bueno, tres veces olvidable. Si es breve y malo, cuatro veces maldigo. Si es extenso y malo, solo una vez "te mato" —Reflexionó  Rossi en voz alta.
—Señores, si me van a escuchar escuchen, sino aténganse a las consecuencias. Usted Padre, de todas formas va a tener que preparar mucha agua bendita. Usted, saldrá corriendo con sus juguetes de metal. Escuchen… escuchen.
Las moscas dejaron de volar, el viento se inmovilizó, los pisos terminaron de crujir, las cortinas se paralizaron, el reloj dejo de marcar el tiempo, cuatro ojos se miraron desconcertados. Todo eso ocasionaron las palabras pronunciadas.
—Como venía diciendo, me encontraba en mi taller, remendando unos zapatos, sí los de la señora Aurelia —Miró a sus dos oyentes haciendo una pausa como para darle más énfasis a sus palabras —Escuché un ruido que parecía venir del infierno, jamás en mi vida había escuchado algo así. Dejé la aguja clavada en el zapato, me acerqué a la puerta. Algo, alguien pasó corriendo ante mí. Al principio pensé en un fantasma, cuando reconocí su figura di cuenta que se trataba de mi vecina, una señora que hace rato no está en su juventud pero aún seguía conservando una figura que daba que mirar y hablar. No se hagan los distraídos, Padre, sabe bien de quien hablo, y usted mi amigo, más de una vez reparé como sus ojos se desviaban a su paso. No es pecado ¿o sí? mis ojos nunca quisieron desviarse.
Me acerqué a la puerta de su casa, desde el pórtico, pude distinguir dos figuras, masculinas a mi parecer. Uno completamente desnudo, el otro… todavía no sabría decirlo. Uno parado y el otro arrodillado. El suplicante imploraba en sollozos. El castigador reía a carcajadas. Apuntaba con un largo puntero a la cabeza del desvestido. Yo seguía paralizado en el umbral, no me atrevía a dar un solo paso más. Sin sospecharlo la escena cambió abruptamente. Una figura, aparentemente de mujer, apareció por detrás del subyugante y le propinó un golpe en la cabeza con algo que parecía un bastón, hizo caer de bruces al desdichado. El desnudo se levantó, tenía una figura demasiado extraña para ser hombre. Es una mujer dijo mi mente al descubrir unos incipientes pechos en la oscuridad, es un hombre me reprochó la psiquis al percibir su desnudez, es un fauno me anunció la imaginación al reparar en su totalidad. Señores, no sé de qué se trataba, su cuerpo era de un color rojizo, sus pies no eran humanos, de su cabeza brotaban más que cabellos. Pude romper el miedo y entré a la casa a los gritos, empuñando la cruz que siempre llevo colgada en mi pecho. Cuando estuve lo suficiente cerca, lo único que alcancé ver fue a un hombre tirado en el piso, una escopeta a su lado, una mancha de sangre y… nada, absolutamente nada más en aquella habitación. La gente comenzaba a agolparse en la puerta. Di media vuelta e intenté llegar tan rápido como pude, llamé a ambos a una reunión, me dieron un delicioso café, y a duras penas me dejaron terminar mi historia. 
El policía se levantó de su silla e increpó al zapatero.
—¿Cómo pudiste ser tan tonto? Nos tienes hace media hora con tus vueltas, alguien evidentemente se encuentra herido y Dios quiera que no sea algo peor ¡Corramos hacia allí! —Exclamó el viejo policía.
De camino al lugar de los hechos, se encontraron con varios vecinos que bajaban corriendo la calle en busca de la autoridad. Todos ellos al ver la caras de preocupación de los tres personajes, intuyeron que sabían los sucedido. Al llegar a la casa, entraron con premura. Ya se encontraba en el lugar el médico del pueblo. En el piso seguía el cuerpo. Según supieron de boca del galeno, la persona se encontraba muerta, el golpe no había sido mortal, pero sí la caída. Aparentemente su cabeza había pegado contra el borde de una mesa de mármol, destrozando su sien. Del resto de las personas involucradas, ni rastros. El comisario interrogó a cada uno de los vecinos, nadie vio salir a nadie. No se encontraron huellas ni ropas de nadie más que de la dueña de la casa. Solo un pequeño detalle, un tanto inusual, la escopeta había sido disparada pero no se encontraron los perdigones por ningún lado. A la bella señora, dueña de la casa, la buscaron durante varios días, luego se emitió un pedido de captura, no la pudieron encontrar jamás. Del fantástico relato del zapatero nunca se habló en público. El cura baño la casa con agua bendita y todavía sigue rezando. El comisario dio el caso por cerrado, tenía una asesina y una víctima.

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