lunes, 15 de enero de 2018

Calabeza

Un día me arrancaron de mi mamá, me sacaron del cobijo de sus hojas y del abrazo de sus tallos. Recuerdo haber derramado savia amarga y maldecido no tener manos para poder aferrarme a mis raíces.
Amontonados en un canasto junto a mis hermanos elegimos el silencio, un poco por miedo otro poco por la incertidumbre y mucho por dolor. Terminamos sobre una mesa al costado del camino.
El sol me daba calor, achicharraba mi piel y me llenaba de arrugas. De a poco, de a poquito mis hermanos se fueron yendo y ni aun así pude decir nada para despedirme. Con la llegada de la primera estrella quedé solito en el puesto. Nadie había querido llevarme, quizás por feo, quizás por chico… para mí un alivio.
Miré el cielo, vi la luna, conté una por una todas las estrellas que se hacían compañía y me dormí. Soñé con mi madre, mis hermanos, mi tierra.
Una gotita de rocío empezó a caer por mi frente y en un acto instintivo me rasqué. Abrí mis ojos, perplejo, mire mis manos. Me pellizqué la cara, no fuese cosa que estuviera soñando. Pequé un grito de dolor que pude escuchar y me di cuenta que también tenía boca. Busqué con vergüenza y encontré un par de piernas y más abajo dos piececitos que moví alegremente.

Tenía ropa, sombrero, guantes y zapatos, aunque un poco viejos elegantes. Sigo estando solo, pero por suerte tengo trabajo y desde donde estoy puedo ver a mi mamá.

martes, 23 de mayo de 2017

La irresuelta desaparición del viudo Tucker

Cruzar la ciénaga me llevó al cementerio. No había querido entrar por el portón principal, alguien desde el pueblo podría haberme visto.
Todo había comenzado por la tarde, la broma de un parroquiano, la posterior inquisición al sepulturero y la duda. ¿ Era mi mujer la que estaba enterrada?
La incursión, furtiva y nocturna, me dejó sin aliento. Solitario y tembloroso, por el paisaje tenebroso y la bruma helada, recorrí los últimos metros hasta la tumba. La lápida lucia extraña a la luz de la luna, las flores que había dejado el domingo parecían serpientes inertes que abrazaban el mármol.
Tomé la pala, estaba decidido a despejar la duda. Doscientas o trescientas paleadas después, a la tierra aun floja, descubrí la madera lustrosa del ataúd. Fue la primera vez que sentí miedo en mi extraña aventura. Con mis manos ajadas, no estaba acostumbrado al trabajo físico, saqué los pocos terrones de tierra que quedaban en la tapa, tomé la barreta de hierro e hice palanca para moverla de su lugar.
El vestido cubría todo casi todo el cuerpo, sólo se veían los huecos donde antes habían estado sus ojos, el resto de la cara estaba cubierta por gusanos en movimiento, bajé, por un instante mis parpados, me imagine a Medusa intentando convertirme en piedra. El olor de la carne putrefacta me llenó de nauseas. Busqué su mano izquierda, busqué nuestro anillo.
Un golpe en mi cabeza me hizo caer de boca sobre el cadáver. No perdí el conocimiento, caí de bruces aturdido, escupí inmundicia. La tapa se cerró sobre mi espalda, escuché la tierra caer. Mi boca se inundó de seres desagradables, mi nariz se invadió de olores fétidos, mis oídos dejaron de escuchar, mis ojos se colmaron de oscuridad, mis pulmones dejaron de recibir oxigeno, mi corazón dejó de latir.

miércoles, 19 de abril de 2017

Acto final

Golpeo con puños cerrados una y otra vez la madera que me envuelve. No estoy ciego y aun así no veo nada. El tiempo es eterno en el horror de la oscuridad. Grito lastimando mi garganta, esperando ser escuchado por almas con carne y hueso.
Se corre la cortina. Muestro mis manos libres y el cofre cerrado. Escucho con satisfacción los aplausos del público. Mi acto, ha concluido.

miércoles, 18 de enero de 2017

Picazón

Ayer, cuando desperté, me picaba el dedo gordo del pie derecho. No supe de donde caranchos venía esa comezón, pero ahí estaba. Por instinto me rasque con ganas hasta dejarlo tan colorado como un tomate recién arrancado. El picor no menguó.
Seguramente para los amantes de la quiniela, el escozor de un dedo del pie, debe significar el número doscientos veintinueve o quizá el cuatrocientos treinta y dos. Para mí solo significó que picaba.
Cuando pude callar los ecos animales provocados por la rascadura, llené una palangana con agua fría y metí mi pie desnudo. El mismo resultado, continúo picando.
Lo acerqué todo lo que pude a mi cara, lo mire de arriba abajo rebuscando una picadura de mosquito, pulga, hormiga o cualquiera sea el bicho picador. Ni rastros.
Di vueltas el botiquín tratando de encontrar cualquier cosa que calmara la locura, lo único que encontré fue una crema anti-hemorroidal vencida. La apliqué sin cuidado, mal no hizo, bien tampoco.
Llevaba un par de horas dándole vueltas a la cuestión hasta que me cansé. Me calcé las medias, unos jeans gastados, una remera usada, las zapatillas rotas y me fui a laburar.
Hoy desperté y me acordé que ayer olvidé que me picaba el dedo gordo del pie derecho.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Invisible




Se mira en un charco de agua, ése que dejó la lluvia de ayer… no se reconoce, no sabe quién es, cuenta con los dedos de las manos y decide que tiene diez años, sabe que son más, pero no tiene más dedos. Hace tanto tiempo que patea las calles rebuscando todo y nada, perdiendo su infancia en las esquinas, improvisando sonrisas para los demás, haciendo morisquetas para conseguir migajas.
Se refriega las lagañas, se acomoda las crenchas duras, repasa sus ropas con la mano, le da vergüenza parecer un pordiosero, la madre está ocupada con los hermanos más chicos, el padre está siempre tan borracho que sólo le festeja la poca guita que le consigue para pagar su vino. Sale caminando despacio hacia la estación de trenes de Retiro. El sol de invierno recién empieza a despuntar, tuvo frio toda la noche y le costó dormir, con la caminata, el cuerpo se empieza a calentar. Odia sus cachetes rosados tanto o más que a su nariz mocosa. Odia el invierno, el otoño, la primavera y el verano, no hay una estación que no tenga algo que reclamarle. Todas son una mierda, una le ofrece la frialdad de las ventanas empañadas, la otra un montón de hojas inútiles y marrones que no le sirven para nada, la estación de los colores le concede flores marchitas, y la estival le desea una deshidratación de total calidez. Las conoce, hace años, y sabe que tiene que apechugar todas.
Se volvió invisible cuando dejó de ser niño, también odia ese momento. Antes, las personas, lo tenían… lo miraban y le regalaban, una puta mierda, pero le regalaban, un cacho de pan o una porción de pizza, se le antojaba que eso era una Navidad para su estómago.
Se mira en el espejo de un bondi, ése que le deja pedir en su puerta… y se siente tan niño, tiene ganas de jugar, de correr, de la risa fácil que ya se le olvidó. Su existencia, porque no le parece que sea vida, es un ir y venir a la nostalgia de querer seguir siendo un niño.
Siente culpa de existir, de ser inocente en su desdicha, de ser impalpable para las manos que brindan caricias, de necesitar.
El flaco de la esquina, al que ve todos los días en su cansino deambular, le ofrece un obsequio. Hace tanto tiempo que necesita de un regalo. El regalador es concluyente, con su presente se va a olvidar de su miseria. Se considera con suerte, se encuentra encontrado aunque ni sabe dónde está. Se enfrenta a su realidad de la mejor manera posible, evitándola.
La poli lo mete en cana unas cuantas veces y lo caga a palos. Un cura le promete la vida eterna, no entiende la vida del día a día, menos la eterna. Le parece una joda.
Se mira en las ventanillas de los autos, esas que casi siempre le cierran en la cara… está cansado, se recuesta sobre la vereda de 9 de Julio y Corrientes, hace horas que pide monedas en el semáforo. Está agotado de llorar, las lágrimas corrosivas le duelen en las mejillas que supieron ser rosadas. Odia, como siempre,  ese frío que lo envuelve.
Es tan invisible que ni él mismo se da cuenta de que se fue.


Ilustración: Patricia Fernández

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Acromático





Llegaba del trabajo todos los días a la misma hora. Se sacaba la corbata que dejaba tirada sobre la silla, desprendía el último botón de la camisa, desataba con gran parsimonia los cordones de los zapatos, los prefería a los modernos mocasines, y los pateaba de a uno bajo la cama. Se calzaba un par de pantuflas que inevitablemente encontraba siempre en el mismo lugar donde las había dejado por la mañana.
Su cuarto, su habitación, su casa, un solo espacio de unos cuatro metros de lado donde convivían montañas de libros sobre la mesa, sobre la cama, sobre las sillas y en el piso.
Cada uno de los últimos cinco años de su vida no había dejado de llevar uno nuevo para sus montañas. Los compraba en una vieja librería a pocas cuadras de la oficina pública donde trabajaba.
Era el único vicio que reconocía tener, nunca había fumado, de joven lo había intentado, pero le había parecido desagradable y jamás llego a terminar el único paquete de cigarrillos que compró en toda su vida. No tomaba bebidas alcohólicas y en las pocas ocasiones en que lo había hecho no le había resultado complaciente. Comía sano y muy poco, siempre cosas que pudiese  cocinar en su pequeño anafe.
Cada libro a su llegada recibía un ritual de bienvenida. Era sacado de su envoltorio con total cuidado, usaba y abusaba de la delicadeza a tal punto que despegaba durante minutos cada una de las cintas que fijaban el embalaje, jamás en cinco años rompió un papel. Una vez despojado de su envoltura, se dedicaba a acariciar cada una de sus partes, el lomo, la tapa, la contratapa, las hojas, con una adoración digna del mejor amante. Cuando salía de su éxtasis, lo abría y leía el prólogo varias veces, se dejaba llevar por las palabras y decidía a cuál de las pilas debía pertenecer. Todas y cada una, según él, habían sido levantadas de acuerdo a un orden temático para poder reconocerlas en el futuro. Además los libros habían sido dispuestos según su tamaño, de mayor a menor, y los ángulos inferiores izquierdos conformaban una sola línea recta que se dirigía hacia el techo. Odiaba a las editoriales, que por esnobismo, modernismo, espacio ó razones que no llegaba a comprender, cambiaban el orden de lectura en los lomos, acción que lo obligaba a torcer su cabeza de izquierda a derecha para leerlos, llevándolo a pensar que se trataba de una cruel conspiración en contra de su cuello.
Seis años atrás no se hubiese imaginado en esta situación. Su vida no había sido heroica, tampoco un resplandor de colores. Había vivido con una esposa a la cual había dejado de amar, pero le había seguido teniendo un cuidado cariño, le regalaba flores todos los aniversarios, cumplía con sus obligaciones maritales al pie de la letra, usaba la ropa colorida que a ella le gustaba comprarle y degustaba diariamente su comidas horribles. Tenían una vida de lleno vacío, organizada de forma tan genial como para que ninguno de los dos se diera cuenta de que vivían a pérdida, en una amalgama de hechos inconducentes, que indefectiblemente, los conducirían a la incómoda situación actual de ser “unos separados”.
Tras una noche de insomnio y en un acto de inusitada valentía, había tirado por la ventana todos los preceptos que desde la infancia le habían inculcado, y en aquella madrugada de locura, juntó la bronca necesaria, amontonó en una valija las pilchas que tenía, sólo las que le gustaban, le dijo a su mujer que se quedara con todo el resto de las cosas que habían acumulado durante años y se había ido en busca de una habitación donde pasar la noche siguiente.
Aquel día, por primera vez en muchos años, falto a su trabajo sin excusa. Caminó sin rumbo ni dirección, con su ropaje a cuestas. Encontró una pensión gris de color gris, con menos muebles de los que había estado acostumbrado, y… todos grises. Todo hacía juego con su nueva vida. En ese cuarto se sintió libre, sin el yugo absurdo de esa mujer insoportable. Sintió la libertad, sin la voz chillona que lo conminase a dormir por el solo hecho de estar en la cama, la que no tenía la capacidad de reconocer que ese altar esponjoso, llamado lecho,  podía servir para otras cosas: amar, hablar, leer, soñar.
Su ilustre salvación, porque la soledad de estar solo, por momentos, se le había ocurrido intransitable, había sido un libro usado que compró en una vieja librería. Ese manojo de papeles ajados y leídos por otros ojos lo devolvió a su necesaria irrealidad.
Se sintió salvado, se abrazó a una religión, que no religaba y que lo arropó en su próxima vida. Su propia religión que no le pidió nada a cambio, que no tenía señaladores que le hiciesen recordar la última página vivida.
Una vez clasificado el libro, se preparaba algo de comer que devoraba rápidamente, luego se acercaba a la cama, corría la manta y se acostaba vestido en el espacio que le dejaban sus torres literarias, alargaba su mano derecha y tomaba un hijo. Se convertía en un caníbal intelectual, tragaba ávidamente cada página, sus ojos lo volvían un héroe épico, su imaginación lo llevaba a vidas escritas, que nunca fue ni sería capaz de vivir.
Allí acostado, con la luz de un velador, empezó a pasar las horas intentando resistirse al cansancio que cada noche lo alcanzaba. Se dormía con el libro abierto sobre su pecho y dejaba de soñar. Por la mañana de despertaba, algunas veces se daba un baño y cambiaba sus ropas, tomaba un té  y salía a la calle con la esperanza de volver, después de todo un día de colores, a su cuarto gris, a su habitación de muebles grises, a su paraíso de páginas en blanco y negro.


Ilustración: Pintura original de Pato Peralta

lunes, 24 de octubre de 2016

Trago amargo




Busco en mi inconsciente su mejor imagen, necesito construir un recuerdo que no sea el que tengo hoy, ese que sabe a trago de pis.
No quiero quedarme con ese último momento, ver sólo su espalda alejándose, el viento helado hostigando en mi cara las lagrimas que me recorren.
No quiero los nudos que todavía retuercen mi estomago, seguir escuchando una y otra vez las puteadas que nos enrostramos en las últimas peleas.
No quiero saber que su vida no tiene olor a mí, que la cama sigue con las mismas sábanas del último sexo y el colchón recuerda sus formas.
No quiero, cada mañana, continuar mirando su puto y abandonado cepillo de dientes en el baño, encontrar sus medias en el cajón de mis calzones, descubrir sus pelos en el peine.
No quiero la futura deslealtad de ser besados por otras bocas, pensarme acosado por su  cuerpo enroscado con el primer gil dispuesto a seducirla.
No quiero perder el enojo de la pérdida, la orgía de dolores que hacen que me cague encima rememorando su cara.
No quiero la sencilla acción de olvidar, reemplazar el lugar que ella ocupa en mi mente con el precio de una estúpida lata de tomates que se me cruza en la góndola de un supermercado.
No quiero soportar la carga de odiarla, odiarla sería reconocer que cada maldito segundo de mi existencia no puedo dejar de amarla.
Y… no puedo, no puedo dejar de amar su inescrupulosa forma de desparramar su vida sobre mi vida, esa desfachatada insolencia de soltar su cuerpo sobre el mío, esa incoherente forma de anunciar su apego a mi desdibujada personalidad. 
Y… la perdí. Se fue, me robó la primicia del adiós. Ese adiós que no saldría de mi boca porque mis entrañas se retorcerían cientos de veces antes de pronunciarlo. Ese adiós, que supo pegarme con su mano abierta como una cachetada dolorosa y vergonzante. Ese adiós que no me dejó un puto derecho a réplica, que no me dejó demostrarle que su golpe de aparente inocencia fue una invitación a la completa desolación, a una supervivencia imposible de encontrar sin su presencia.
Y… No sé explicar, eso que dicen que es angustia de desamor y para mí se parece más a un pedo atravesado que me presiona el pecho y me produce una quemazón que siento subir desde el estomago a la tráquea, que me llena de una acidez que no puedo calmar ni con la tan publicitada pastillita de mierda.
Y… me lleno de preguntas, con esta mezcla de conciencia y dolor, de pensamiento y sentimiento, que me impiden cortar ese milimétrico hilo que existe entre el mundo y el infierno, aunque después de todo, es un simple y conceptual paso. Necesito de una vez por todas, dejarme de joder y apagar mis sienes, porque el tiempo nos hace olvidar y yo no quiero olvidarla.

sábado, 15 de octubre de 2016

Trofeo

Se acerca despacio, tratando de no hacer ningún ruido. Tiene en la mira a su presa. Las astas se confunden con las ramas de los árboles, es imponente.
El ciervo levanta su cabeza parece intuir la presencia de ese hombre. Da unos saltos y se aleja por un sendero verde y profundo.
El cazador no puede perder tan bello ejemplar, sus catorce puntas lo hacen codiciable. Recorre cien, doscientos, trescientos metros y lo encuentra, parado saboreando la hierba tierna de primavera.
Esta vez tuvo la precaución de acercarse por el lado contrario al viento. El animal sigue inquieto, hociquea en busca de aromas peligrosos. Por suerte, no los huele.
En la mira nuevamente, ahora está más cerca aun. Su nerviosismo puede jugarle una mala pasada, intenta relajarse. Apoya su dedo en el gatillo sin respirar. Uno, dos, tres, cuatro y pierde la cuenta de los disparos.

En su casa de Buenos Aires, cuenta la historia a sus amigos, vinieron especialmente a admirar su obra. En la sala un esplendido ciervo colorado, rojo como fuego, parado en el medio del bosque. Junto a esa imagen, la secuencia completa de fotos.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Des-rutinario

Las luces se apagan, el resplandor de las velas danza en las paredes. La música de extrema suavidad deja escuchar sus susurros. En la mesa, un par de copas a medio vaciar, en el sillón, ellos.
Ella deja que su mano lo bese, lo acaricie, lo busque. Sus ojos lo miran y la pasión estremece sus facciones.
Él, recorre su cuerpo con su mirada, la desviste con sus manos. La inevitable desnudez los alcanza. Se estremecen con premura.
Ambos, descubren sus sabores, sus entrañas, sus intimidades.
El fuego abrasa sus cuerpos, se queman en las brasas del placer. El deseo los emociona y detienen el tiempo.
Un sonido, un sonido rutinario y conocido, un sonido de amor...

—Juan, se despertó Albertito, te toca cambiarlo a vos.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Tubby con sorpresas

Se sientan en el banco de la plaza, él tiene quince años, está en el tercer año del colegio secundario. Ella diecisiete, cursa el último año, se acerca el ingreso a la facultad.
Mariela siempre había salido con chicos más grandes, le gustaban los chicos con moto, salir a bailar, fumarse un cigarrillo. La tenían por la más linda de su curso, se consideraba la más linda del colegio.
Esa tarde, aceptó la invitación de ese chiquilín -que no dejaba de mirarla en los recreos- para encontrarse a la salida de clases. Sentía algo de vergüenza, no quería la vieran, pero la empujaba la curiosidad.
Pedro siempre pareció maduro para su edad, a los trece años una vecina –también más grande- le enseño a besar. La vecina estaba de novia, pero le encantaba el pendejo. Usó todos sus encantos para seducirlo, él en su inocencia y sus ansias se dejó. Le preguntó si sabía besar, el contestó que sí. Apoyó sus labios sobre los de ella y los movió espasmódicamente. Anita, se rió, le enseñó para que servía la lengua en un beso.
Le ofrece un chocolate, ella sonríe y lo acepta. El envoltorio es una hoja de carpeta, le escribió un poema. Se estremece, ninguno de sus galanes hizo algo así. Pedro le pide que no lo lea, el rubor de sus mejillas se deja ver de lejos. Mariela lo guarda en su mochila.
Hablan hasta que empieza a caer el sol, pierden la noción del tiempo. Ella se asusta y le dice que debe volver, no avisó que llegaba tarde. Él le toma de la mano y se ofrece acompañarla. Caminan las cuadras conversando entre risas. Llegan a la puerta, y se dan un beso en la mejilla.
Mariela saluda a sus padres y sube corriendo a su habitación, abre la mochila, busca el papelito, lo lee. Pedro, camina contento hasta su casa, esa noche no puede probar bocado, está en otra.
Matemáticas, es la hora que le toca a ella, a él geografía. No escuchan nada de lo que dicen los profesores, los nervios los tienen a mal traer. Suena el timbre del primer recreo, no miran a sus compañeros, salen corriendo. Llegan primero que nadie al medio del patio, está vacío. Pedro la mira con recelo, Mariela lo mira con timidez. Se acercan y se toman de las manos.
Ella se aguanta la burla de sus compañeras, no le importan en lo más mínimo. Él hace oídos sordos a los consejos de sus amigos. Se aman.
Recibe el diploma, están los padres y Pedro. Él se alegra y siente miedo, sólo le queda el verano para verla todos los días. Se perdieron los recreos.
Mariela lo llama, le cuenta que necesita estudiar mucho porque se acerca un parcial. Pedro se ofrece a ayudarla, le dice que se va a juntar con unos compañeros. Hace una semana que no se ven. Pedro llora en silencio, se siente un niño.
Los encuentros son cada vez más espaciados, ella está muy ocupada con su estudio, él está cada vez más melancólico. Un día, ella dice que tienen que hablar, él sabe lo que se avecina. Está preparándose para decir adiós desde hace tiempo. Lo sita en la misma plaza del primer encuentro.
Cuando Pedro llega, a pesar de hacerlo temprano, Mariela está sentada en el banco, sus ojos rojos no la dejan mentir, estuvo llorando. El venía con los tapones de punta, no quería permitir que lo dejaran porque sí. Al verla, se derrite, se olvida todos sus argumentos, sólo quiere abrazarla. La confesión, a los oídos, se le hace insoportable, lo está destrozando por dentro. Conoció a un chico, es lo único que escucha. Todo el resto que sale de su boca está en una nebulosa que lo marea. Se quiere levantar e irse. Mariela le da un chocolate envuelto en una hoja de carpeta. Ofuscado se va. Llega y se encierra en su habitación. La mamá, sabedora, le lleva la comida en una bandeja.
Suena el timbre del primer recreo, en el bolsillo tiene guardado el papel que recibió la noche anterior. No se anima a leerlo, él mismo se predice catástrofes y dolor. Se aleja de todos, se va a un rincón del patio. Abre con miedo la hoja.
Noche, parada del bondi, él y un par de tipos raros. Viene, no viene, era su única preocupación. Se abren las puertas del medio, Mariela baja, la abraza, lo abraza, se abrazan.
Ella había conocido a un chico, salieron un par de veces, hasta se llegaron a dar un pico. Nada, ni nadie era como su Pedro.
—Abuela ¿Cómo conociste al abuelo?
—El abuelo me regaló un poema con un chocolate.