martes, 9 de agosto de 2016

El adiós

Desnudos, en la cama, su cabeza se apoyaba sobre mí pecho, teníamos un buen rato en esa posición, así, de cuerpos encajados en perfección. Me di cuenta de su silencioso goteo cuando sentí la humedad de sus lágrimas bañando mi cuerpo. No entendí porque lloraba, le pregunté. Entre sollozos me respondió que no le pasaba nada. Intenté descubrir con todas mis fuerzas la razón del dolor. Hice la misma pregunta infinidad de veces ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? Recibí siempre la misma e inquietante respuesta: nada. Me carcomió la sensación de verla tan lejos, me abatió, me dejó agotados los sentidos.
Me dejé llevar por un instante, soñé despierto, la imagine toda su vida a mi lado. Pensé que me amaba. Posé mi mano sobre su cabeza, yo también la amaba. Ya se lo había dicho tantas veces y de tantas formas que probablemente había sonado estúpidamente cursi. Me equivoqué el primer día y el último. Recordé cada instante de nuestras luchas, de nuestros acuerdos. Era mi loco corazón el que no quería olvidar, el que no quería dejar que la memoria arrincone sus recuerdos en un cajón, el que no quería perderla.
Terco y estúpido, repregunté una y otra vez. No quería, no podía, no soportaba la triste realidad. No salían otras palabras de mi boca, empecinado en saber una verdad que ya sabía. Nada, volvió a salir de la suya.
Acaricie su pelo, el que siempre me encantó. Acaricie su cara, la que siempre me gustó. Acaricie su espalda, la que siempre me fascinó. Tomé su mano, la que tantas veces quise tener conmigo. Mire sus ojos, los que siempre me enamoraron.
Mi reina, mi diosa. Fuimos músicos, pintores, poetas, escritores, actores, filósofos, esposos y amantes. Broncas, risas, besos, desencuentros, charlas, llantos, miradas, caricias, reproches, e inagotables caminatas de juntas vidas.
Me di cuenta. También me derramaba en secreto, sollozaba en  silencio, un silencio tan profundo que poseía y oprimía cada fragmento de mi existencia… entonces entendí su desagote, comprendí lo que no se animaba a decirme. Dije una estupidez, necesitaba desviar mi pensamiento, su pensamiento. No quería…amor, no quería lo inevitable. Fue inútil.  
Cansino, como queriendo detener el tiempo, me senté al borde de la cama, comencé a vestirme. La miré mientras tomaba sus ropas y lentamente las iba ubicando en su cuerpo. No nos dijimos ni una sola palabra más. Era un hecho, sabíamos lo que se avecinaba, lo ineludible, aquello de lo que pretendíamos escapar.
Un beso, una sonrisa, y la certeza de que nos estábamos haciendo promesas que no cumpliríamos. No Fuimos capaces de decirnos adiós, no pudimos, no nos dejamos.  
Diez, fugaces y eternos años. Fue la última vez que me regalo su tonta sonrisa. El adiós que nunca nos dijimos es el único recuerdo que quiero no recordar. Porque… aunque quisiera, aunque me obligase, aunque lo necesitase, jamás podría dejar de extrañar cada milímetro de su esencia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario