miércoles, 30 de noviembre de 2016

Invisible




Se mira en un charco de agua, ése que dejó la lluvia de ayer… no se reconoce, no sabe quién es, cuenta con los dedos de las manos y decide que tiene diez años, sabe que son más, pero no tiene más dedos. Hace tanto tiempo que patea las calles rebuscando todo y nada, perdiendo su infancia en las esquinas, improvisando sonrisas para los demás, haciendo morisquetas para conseguir migajas.
Se refriega las lagañas, se acomoda las crenchas duras, repasa sus ropas con la mano, le da vergüenza parecer un pordiosero, la madre está ocupada con los hermanos más chicos, el padre está siempre tan borracho que sólo le festeja la poca guita que le consigue para pagar su vino. Sale caminando despacio hacia la estación de trenes de Retiro. El sol de invierno recién empieza a despuntar, tuvo frio toda la noche y le costó dormir, con la caminata, el cuerpo se empieza a calentar. Odia sus cachetes rosados tanto o más que a su nariz mocosa. Odia el invierno, el otoño, la primavera y el verano, no hay una estación que no tenga algo que reclamarle. Todas son una mierda, una le ofrece la frialdad de las ventanas empañadas, la otra un montón de hojas inútiles y marrones que no le sirven para nada, la estación de los colores le concede flores marchitas, y la estival le desea una deshidratación de total calidez. Las conoce, hace años, y sabe que tiene que apechugar todas.
Se volvió invisible cuando dejó de ser niño, también odia ese momento. Antes, las personas, lo tenían… lo miraban y le regalaban, una puta mierda, pero le regalaban, un cacho de pan o una porción de pizza, se le antojaba que eso era una Navidad para su estómago.
Se mira en el espejo de un bondi, ése que le deja pedir en su puerta… y se siente tan niño, tiene ganas de jugar, de correr, de la risa fácil que ya se le olvidó. Su existencia, porque no le parece que sea vida, es un ir y venir a la nostalgia de querer seguir siendo un niño.
Siente culpa de existir, de ser inocente en su desdicha, de ser impalpable para las manos que brindan caricias, de necesitar.
El flaco de la esquina, al que ve todos los días en su cansino deambular, le ofrece un obsequio. Hace tanto tiempo que necesita de un regalo. El regalador es concluyente, con su presente se va a olvidar de su miseria. Se considera con suerte, se encuentra encontrado aunque ni sabe dónde está. Se enfrenta a su realidad de la mejor manera posible, evitándola.
La poli lo mete en cana unas cuantas veces y lo caga a palos. Un cura le promete la vida eterna, no entiende la vida del día a día, menos la eterna. Le parece una joda.
Se mira en las ventanillas de los autos, esas que casi siempre le cierran en la cara… está cansado, se recuesta sobre la vereda de 9 de Julio y Corrientes, hace horas que pide monedas en el semáforo. Está agotado de llorar, las lágrimas corrosivas le duelen en las mejillas que supieron ser rosadas. Odia, como siempre,  ese frío que lo envuelve.
Es tan invisible que ni él mismo se da cuenta de que se fue.


Ilustración: Patricia Fernández

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Acromático





Llegaba del trabajo todos los días a la misma hora. Se sacaba la corbata que dejaba tirada sobre la silla, desprendía el último botón de la camisa, desataba con gran parsimonia los cordones de los zapatos, los prefería a los modernos mocasines, y los pateaba de a uno bajo la cama. Se calzaba un par de pantuflas que inevitablemente encontraba siempre en el mismo lugar donde las había dejado por la mañana.
Su cuarto, su habitación, su casa, un solo espacio de unos cuatro metros de lado donde convivían montañas de libros sobre la mesa, sobre la cama, sobre las sillas y en el piso.
Cada uno de los últimos cinco años de su vida no había dejado de llevar uno nuevo para sus montañas. Los compraba en una vieja librería a pocas cuadras de la oficina pública donde trabajaba.
Era el único vicio que reconocía tener, nunca había fumado, de joven lo había intentado, pero le había parecido desagradable y jamás llego a terminar el único paquete de cigarrillos que compró en toda su vida. No tomaba bebidas alcohólicas y en las pocas ocasiones en que lo había hecho no le había resultado complaciente. Comía sano y muy poco, siempre cosas que pudiese  cocinar en su pequeño anafe.
Cada libro a su llegada recibía un ritual de bienvenida. Era sacado de su envoltorio con total cuidado, usaba y abusaba de la delicadeza a tal punto que despegaba durante minutos cada una de las cintas que fijaban el embalaje, jamás en cinco años rompió un papel. Una vez despojado de su envoltura, se dedicaba a acariciar cada una de sus partes, el lomo, la tapa, la contratapa, las hojas, con una adoración digna del mejor amante. Cuando salía de su éxtasis, lo abría y leía el prólogo varias veces, se dejaba llevar por las palabras y decidía a cuál de las pilas debía pertenecer. Todas y cada una, según él, habían sido levantadas de acuerdo a un orden temático para poder reconocerlas en el futuro. Además los libros habían sido dispuestos según su tamaño, de mayor a menor, y los ángulos inferiores izquierdos conformaban una sola línea recta que se dirigía hacia el techo. Odiaba a las editoriales, que por esnobismo, modernismo, espacio ó razones que no llegaba a comprender, cambiaban el orden de lectura en los lomos, acción que lo obligaba a torcer su cabeza de izquierda a derecha para leerlos, llevándolo a pensar que se trataba de una cruel conspiración en contra de su cuello.
Seis años atrás no se hubiese imaginado en esta situación. Su vida no había sido heroica, tampoco un resplandor de colores. Había vivido con una esposa a la cual había dejado de amar, pero le había seguido teniendo un cuidado cariño, le regalaba flores todos los aniversarios, cumplía con sus obligaciones maritales al pie de la letra, usaba la ropa colorida que a ella le gustaba comprarle y degustaba diariamente su comidas horribles. Tenían una vida de lleno vacío, organizada de forma tan genial como para que ninguno de los dos se diera cuenta de que vivían a pérdida, en una amalgama de hechos inconducentes, que indefectiblemente, los conducirían a la incómoda situación actual de ser “unos separados”.
Tras una noche de insomnio y en un acto de inusitada valentía, había tirado por la ventana todos los preceptos que desde la infancia le habían inculcado, y en aquella madrugada de locura, juntó la bronca necesaria, amontonó en una valija las pilchas que tenía, sólo las que le gustaban, le dijo a su mujer que se quedara con todo el resto de las cosas que habían acumulado durante años y se había ido en busca de una habitación donde pasar la noche siguiente.
Aquel día, por primera vez en muchos años, falto a su trabajo sin excusa. Caminó sin rumbo ni dirección, con su ropaje a cuestas. Encontró una pensión gris de color gris, con menos muebles de los que había estado acostumbrado, y… todos grises. Todo hacía juego con su nueva vida. En ese cuarto se sintió libre, sin el yugo absurdo de esa mujer insoportable. Sintió la libertad, sin la voz chillona que lo conminase a dormir por el solo hecho de estar en la cama, la que no tenía la capacidad de reconocer que ese altar esponjoso, llamado lecho,  podía servir para otras cosas: amar, hablar, leer, soñar.
Su ilustre salvación, porque la soledad de estar solo, por momentos, se le había ocurrido intransitable, había sido un libro usado que compró en una vieja librería. Ese manojo de papeles ajados y leídos por otros ojos lo devolvió a su necesaria irrealidad.
Se sintió salvado, se abrazó a una religión, que no religaba y que lo arropó en su próxima vida. Su propia religión que no le pidió nada a cambio, que no tenía señaladores que le hiciesen recordar la última página vivida.
Una vez clasificado el libro, se preparaba algo de comer que devoraba rápidamente, luego se acercaba a la cama, corría la manta y se acostaba vestido en el espacio que le dejaban sus torres literarias, alargaba su mano derecha y tomaba un hijo. Se convertía en un caníbal intelectual, tragaba ávidamente cada página, sus ojos lo volvían un héroe épico, su imaginación lo llevaba a vidas escritas, que nunca fue ni sería capaz de vivir.
Allí acostado, con la luz de un velador, empezó a pasar las horas intentando resistirse al cansancio que cada noche lo alcanzaba. Se dormía con el libro abierto sobre su pecho y dejaba de soñar. Por la mañana de despertaba, algunas veces se daba un baño y cambiaba sus ropas, tomaba un té  y salía a la calle con la esperanza de volver, después de todo un día de colores, a su cuarto gris, a su habitación de muebles grises, a su paraíso de páginas en blanco y negro.


Ilustración: Pintura original de Pato Peralta