lunes, 15 de enero de 2018

Calabeza

Un día me arrancaron de mi mamá, me sacaron del cobijo de sus hojas y del abrazo de sus tallos. Recuerdo haber derramado savia amarga y maldecido no tener manos para poder aferrarme a mis raíces.
Amontonados en un canasto junto a mis hermanos elegimos el silencio, un poco por miedo otro poco por la incertidumbre y mucho por dolor. Terminamos sobre una mesa al costado del camino.
El sol me daba calor, achicharraba mi piel y me llenaba de arrugas. De a poco, de a poquito mis hermanos se fueron yendo y ni aun así pude decir nada para despedirme. Con la llegada de la primera estrella quedé solito en el puesto. Nadie había querido llevarme, quizás por feo, quizás por chico… para mí un alivio.
Miré el cielo, vi la luna, conté una por una todas las estrellas que se hacían compañía y me dormí. Soñé con mi madre, mis hermanos, mi tierra.
Una gotita de rocío empezó a caer por mi frente y en un acto instintivo me rasqué. Abrí mis ojos, perplejo, mire mis manos. Me pellizqué la cara, no fuese cosa que estuviera soñando. Pequé un grito de dolor que pude escuchar y me di cuenta que también tenía boca. Busqué con vergüenza y encontré un par de piernas y más abajo dos piececitos que moví alegremente.

Tenía ropa, sombrero, guantes y zapatos, aunque un poco viejos elegantes. Sigo estando solo, pero por suerte tengo trabajo y desde donde estoy puedo ver a mi mamá.