sábado, 20 de agosto de 2016

La armonía

Sentada frente a la ventana, miraba sus ajadas manos. El reflejo en el cristal le mostraba sus blancos cabellos, las arrugas de su rostro, el paso del tiempo. Sus ojos ya no eran los de antes, intentaba ver más allá y sólo podía pintar figuras en su mente. La juventud la había dejado, intentó muchas veces rehusarse a la llegada del ocaso, no pudo evitar lo inevitable.
Había nacido, crecido, vivido y envejecido en la misma casa. Hoy la memoria le hacía recordar lo olvidado. Siempre le habían dicho: es más fácil evocar el pasado lejano que la cercanía del ayer. No lo creyó… hasta aquella tarde.
Recordó sus primeros pasos, los brazos de su padre esperándola, la voz de su madre alentándola. Recordó las tardes de despreocupados juegos en el jardín, los gritos de sus hermanos, la reprimenda de su abuelo. Recordó el primer beso en el atrio, el dulzor de los labios de su primer amor. Recordó la fiesta de casamiento, a cada uno de los invitados, los acordes del vals que bailaron. Recordó la dicha del nacimiento de sus tres hijos. Recordó todo feliz instante.
Absorta en sus recuerdos le llegó la melancolía. No supo el motivo, quizás fueron las paredes enmohecidas o la grieta que vislumbraba en el techo. Su mirada se llenó de sombras, sus labios dejaron la jubilosa mueca y sus comisuras buscaron el piso. La luz que entraba por la ventana mutó en tinieblas. La memoria se le tornó áspera, no quería sentir aquel dolor, aquella acritud… una vez más no pudo evitarlo.
Sabía que habitaba un cuerpo que iba a dejar la vida, como tantos otros que había visto partir. Recordó los llantos de su madre al partir su compañero. Recordó sus propios llantos en la misma pérdida. Recordó el beso en el atrio de su único amor, el dolor de su inusitada ausencia. Recordó el casamiento con su obligado prometido. Recordó el sufrimiento de cada parto. Recordó la angustia de la primera caída de sus hijos. Recordó todos los destierros. Recordó… recordó… recordó que estaba vieja.
Sentada frente a la ventana, un extraño sueño se fue apoderando de su existencia. Había repasado su vida, los momentos alegres y los de profunda tristeza. Sus ojos descubrieron nuevamente las figuras que jugaban bajo el sol. Sus labios esbozaron una sonrisa, elegía quedarse con la armonía de aquel acto. Soñó el futuro de aquellos… sus seres. Se durmió en la felicidad.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Prima Opera

Ja… esa sería mi primer y desacorde expresión. Primera vez, miedo, ansiedad, aprensión, ilusión, todo junto; todo junto me es mucho para digerir de una sola vez.
Escucho rítmicos gritos, divinos acordes, siniestros sonidos. Todo está dentro de mi gusto, todo fuera de mi entendimiento.
Una señora emite graves e inquietantes alaridos. Un popurrí de gentes agudas me llevan a sueños insoñables. No entiendo, no necesito entender, necesito dejarme ir.
Mi oído se revuelca en lo que oye, mi mente se suspende en el acto de escuchar. Voces más allá del canto, música más allá de la armonía. Sí, todo me es armoniosamente caótico.

Disfruto cada medido centímetro de la partitura invista, de cada sonido escuchado, de cada voz insospechable, de cada tono entonado. Amé el acto, amé la ejecución, amé la obra… Amo “La Opera”.

Zapatero a sus zapatos

Con paso lento bajaba por la empinada calle que lo conducía a la plaza del pueblo, venía perdido en sus pensamientos, estuvo a punto de caerse un par de veces. Esa tarde, sin quererlo, lo involucraron los hechos más que las palabras. Estaba en su taller trabajando tranquilamente, un ruido ensordecedor lo despertó de su monótona tarea. Remendar zapatos hacía mucho tiempo que se le había hecho casi insoportable. Se podría decir que además del cura era el hombre más culto de aquellos parajes. Tenía tantos libros leídos como suelas cosidas.
Así, tratando de encajar todas las piezas, venía bajando. El estrépito, los gritos que lo sucedieron, la gente corriendo por las calles. Fue todo tan confuso que no podía hacerse una verdadera imagen de lo sucedido.
Llegó a la plaza, pensó unos instantes ¿Debía dirigirse a la iglesia o a la comisaría? Golpeó la vieja puerta de la única posta policial en kilómetros. Lo espetó el secretario del comisario.
—¿Quién molesta a esta hora?
—Soy yo, Giuseppe, el zapatero. Necesito hablar con el jefe.
—Que necesidad de golpear la puerta, hombre. Pase directamente, usted bien sabe que los amigos del jefe son amigos de la casa.
—Yo hablo con el comisario, usted mientras tanto cruce la calle y busque al cura que lo vamos a necesitar —Lo dijo con tal certeza y voz de mando que el policía salió corriendo hacia la iglesia.
Entró tan tranquilo como pudo, se aproximó a la puerta del único despacho del edificio. Estaba seguro que su amigo se incomodaría con su sorpresiva visita, estaba mucho más seguro que lo que tenía para contarle lo incomodaría mucho más.
No tenía idea porque habían creado esa relación de amistad. Cuando Gian Carlo Rossi, llegó al pueblo a ocupar su ilustre cargo, tuvieron muchas diferencias. El recién llegado era un hombre afable, de buen carácter, alegre, independiente y algo chabacano en su hablar. Giuseppe lo catalogó como una persona frívola. Si bien, el zapatero, no tenía ningún cargo en la Administración local, siempre habían acudido en su ayuda, ya sea para resolver el robo de una gallina como así también el destino de una herencia. Lo consideraban un hombre justo, y el también pensaba lo mismo de sí. Rossi, menospreció sus habilidades tantas veces como su corta lucidez pudo. Sin embargo, con el tiempo aprendieron el uno del otro, podían ser de mutua ayuda. El remendón aprendió que no era tan necesario como creía y el policía reconoció que le era de mucha ayuda. Jamás se lo dijeron, no fue necesario.
—Gian Carlo, amigo, Rossi, hola —Se desparramó en la silla mientras saludaba.
—Qué sorpresa… me asustas con esa cara desencajada que tienes.
—¿Asustado? Tengo tanta pavura que ni correr pude. El miedo te ata las piernas, los cordones de los zapatos, no podía mover un pie sin pedirle permiso al otro.  
—Ahora me asustas de verdad. Tomemos un café y hablemos tranquilamente. ¡Alfonso! ¡Dos cafés bien cargados!
—No te molestes, Alfonso fue a buscar al párroco, yo se lo pedí.
La cara del comisario se transfiguró. Pasaba algo realmente incomprensible que ameritaba aquella reunión imprevista. El párroco, el zapatero y él mismo; todos juntos y sin aviso. El silencio se apoderó del despacho, se hizo incómodo. Los golpes a la puerta hicieron que salieran de sus pensamientos. Uno estaba absorto en la escena vivida, el otro imaginando.
—Permiso, permiso —Dijo Alfonso en el alfeizar.
—Adelante, tengo entendido que no vienes solo.
El ayudante se hizo a un lado y dio paso al cura que entró y se acomodó en la silla junto al zapatero sin esperar la invitación de rigor. También intuía algún tipo de descalabro.
—Buenas tardes, Gian Carlo. Buenas tardes, Giuseppe. ¿Quisiera saber a qué se debe está locura de hacerme salir corriendo de la iglesia cuando falta tan poco tiempo para comenzar la misa vespertina?
 —Perdón Padre, pero la situación lo amerita —Dijo muy directamente el zapatero.
—Despache que no tengo mucho tiempo, y creo que el comisario tampoco. Espero no sea alguna de esas locuras que se le ocurren de vez en cuando.
—Descuide. Cuando les cuente lo sucedido, van a concluir que es algo de temer.
—Basta de vueltas, hombre. Me tienes desconcertado desde que llegaste. Apura la explicación y deja las vueltas —Exclamó el oficial.
—No se alteren. Ya comienzo a contar, todavía estoy tratando de salir de mi estupor.
Se miraron, lo miraron y no dijeron ni una sola palabra, se quedaron a la espera del, seguramente, tedioso relato.
—Alfonso… dos cafés bien cargados y un té —Ordenó el jefe, sabiendo los gustos de los participantes, y esperando con sus gritos despertar al relator. Lo consiguió, fue así como logró que el remendón empezara a contar la historia que los había juntado.
—Estaba muy tranquilo, cosiendo un par de zapatos viejos, de la señora Aurelia ¿La conocen a Aurelia? Aurelia, la señora que vive al otro lado del pueblo, tiene una pequeña casa con flores en el jardín, la viuda, que el hijo se llama…
—Basta Giuseppe, basta. Conocemos a cada persona que vive por aquí, no hace falta tanto detalle —Se despachó el sacerdote algo nervioso.
—Perdón Padre, perdón.
—Ya deja de pedir perdón, si necesitas perdón ve al confesionario, hombre. Cuenta lo que tienes que contar o deja que siga con mis ocupaciones.
El cura del pueblo, el Padre Antonio, se había recibido como Doctor en Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana.  Sus superiores pensaron que podía llegar a obispo si  se lo proponía, tenía todo lo necesario para serlo. Algunas desavenencias con la cúpula eclesiástica, lo confinaron a un pueblo perdido.  Más de cuatro decenios aprendiendo a ser pastor de almas, lo habían llevado a ganarse el corazón de sus feligreses.
—Bueno, continúo. Estaba remendando los zapatos -de Aurelia- en mi taller, que como bien saben está a tan sólo tres empinadas y malditas cuadras de donde nos encontramos ahora. No viene al caso ¿Por qué al último intendente se le ocurrió cambiarle el nombre a mi calle? Nadie me explicó porque ahora debía llamarse Garibaldi en lugar de Alighieri. No consultó a ni uno de los vecinos de la calle —En las caras de los convidados a la reunión se empezó a entrever como la impaciencia se convertía en ira.
Quizás debería haberlos puesto, a ustedes lectores, mucho antes en situación. El pueblo en el que sucedieron tan inimaginables hechos, no contaba con más de cincuenta manzanas, con una amplitud que seis y una longitud de ocho cuadras. La calle principal, donde se ubicaba el taller, dividía al pueblo en dos y se deslizaba desde las colinas hasta el mar. Es decir, que el taller del zapatero se encontraba exactamente en el centro del pueblo. La comisaría y la Iglesia a una cuadra del mar, frente a la plaza. Era un lugar hermoso, de construcciones antiguas, donde el barroco había tenido tanta influencia que no se notaba el paso del tiempo. Calles empedradas y casas de color ocre que el tiempo se empecinaba en conservar. El clima era benévolo en invierno y verano, el cambio de estaciones era tan imperceptible que sus habitantes usaban el mismo tipo de ropa todo el año. La vida en aquel dantesco paraíso nunca tuvo demasiadas sorpresas. Las muertes, salvo alguno que otro desafortunado accidente,  solían suceder por causas naturales. Los pleitos se arreglaban en la parroquia o entre parroquianos, y la policía estaba tan pintada como un cuadro de Miguel Ángel. El suceso más peculiar de la última década fue cuando un turista atropelló un par de cabras y pasó cuatro horas en el calabozo hasta que pagó el valor en liras al dueño de las mismas.
Espero sepan disculparme si me explayé más de lo debido, mi intención no fue impacientarlos, no quiero convertirme en el responsable de vuestra ansiedad distrayéndolos del alegato del tercero en discordia. Los dejo con su relato.
—Ya me tienes un poco… impaciente, Giuseppe —Con voz suave, se expresó el policía, sabiendo que no eran bienvenidos sus exabruptos. 
—Tienen razón. Pero me sobrepasan los hechos. Intentaré ser todo lo breve que pueda ser.
—Si es breve y bueno, dos veces bueno. Si es extenso y bueno, tres veces olvidable. Si es breve y malo, cuatro veces maldigo. Si es extenso y malo, solo una vez "te mato" —Reflexionó  Rossi en voz alta.
—Señores, si me van a escuchar escuchen, sino aténganse a las consecuencias. Usted Padre, de todas formas va a tener que preparar mucha agua bendita. Usted, saldrá corriendo con sus juguetes de metal. Escuchen… escuchen.
Las moscas dejaron de volar, el viento se inmovilizó, los pisos terminaron de crujir, las cortinas se paralizaron, el reloj dejo de marcar el tiempo, cuatro ojos se miraron desconcertados. Todo eso ocasionaron las palabras pronunciadas.
—Como venía diciendo, me encontraba en mi taller, remendando unos zapatos, sí los de la señora Aurelia —Miró a sus dos oyentes haciendo una pausa como para darle más énfasis a sus palabras —Escuché un ruido que parecía venir del infierno, jamás en mi vida había escuchado algo así. Dejé la aguja clavada en el zapato, me acerqué a la puerta. Algo, alguien pasó corriendo ante mí. Al principio pensé en un fantasma, cuando reconocí su figura di cuenta que se trataba de mi vecina, una señora que hace rato no está en su juventud pero aún seguía conservando una figura que daba que mirar y hablar. No se hagan los distraídos, Padre, sabe bien de quien hablo, y usted mi amigo, más de una vez reparé como sus ojos se desviaban a su paso. No es pecado ¿o sí? mis ojos nunca quisieron desviarse.
Me acerqué a la puerta de su casa, desde el pórtico, pude distinguir dos figuras, masculinas a mi parecer. Uno completamente desnudo, el otro… todavía no sabría decirlo. Uno parado y el otro arrodillado. El suplicante imploraba en sollozos. El castigador reía a carcajadas. Apuntaba con un largo puntero a la cabeza del desvestido. Yo seguía paralizado en el umbral, no me atrevía a dar un solo paso más. Sin sospecharlo la escena cambió abruptamente. Una figura, aparentemente de mujer, apareció por detrás del subyugante y le propinó un golpe en la cabeza con algo que parecía un bastón, hizo caer de bruces al desdichado. El desnudo se levantó, tenía una figura demasiado extraña para ser hombre. Es una mujer dijo mi mente al descubrir unos incipientes pechos en la oscuridad, es un hombre me reprochó la psiquis al percibir su desnudez, es un fauno me anunció la imaginación al reparar en su totalidad. Señores, no sé de qué se trataba, su cuerpo era de un color rojizo, sus pies no eran humanos, de su cabeza brotaban más que cabellos. Pude romper el miedo y entré a la casa a los gritos, empuñando la cruz que siempre llevo colgada en mi pecho. Cuando estuve lo suficiente cerca, lo único que alcancé ver fue a un hombre tirado en el piso, una escopeta a su lado, una mancha de sangre y… nada, absolutamente nada más en aquella habitación. La gente comenzaba a agolparse en la puerta. Di media vuelta e intenté llegar tan rápido como pude, llamé a ambos a una reunión, me dieron un delicioso café, y a duras penas me dejaron terminar mi historia. 
El policía se levantó de su silla e increpó al zapatero.
—¿Cómo pudiste ser tan tonto? Nos tienes hace media hora con tus vueltas, alguien evidentemente se encuentra herido y Dios quiera que no sea algo peor ¡Corramos hacia allí! —Exclamó el viejo policía.
De camino al lugar de los hechos, se encontraron con varios vecinos que bajaban corriendo la calle en busca de la autoridad. Todos ellos al ver la caras de preocupación de los tres personajes, intuyeron que sabían los sucedido. Al llegar a la casa, entraron con premura. Ya se encontraba en el lugar el médico del pueblo. En el piso seguía el cuerpo. Según supieron de boca del galeno, la persona se encontraba muerta, el golpe no había sido mortal, pero sí la caída. Aparentemente su cabeza había pegado contra el borde de una mesa de mármol, destrozando su sien. Del resto de las personas involucradas, ni rastros. El comisario interrogó a cada uno de los vecinos, nadie vio salir a nadie. No se encontraron huellas ni ropas de nadie más que de la dueña de la casa. Solo un pequeño detalle, un tanto inusual, la escopeta había sido disparada pero no se encontraron los perdigones por ningún lado. A la bella señora, dueña de la casa, la buscaron durante varios días, luego se emitió un pedido de captura, no la pudieron encontrar jamás. Del fantástico relato del zapatero nunca se habló en público. El cura baño la casa con agua bendita y todavía sigue rezando. El comisario dio el caso por cerrado, tenía una asesina y una víctima.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Amanecer

La miro. Mis ojos no se pueden despegar de su pecho. No me jodan, el alma está cerca de las tetas, así como el deseo próximo al culo, la sensualidad alrededor de la boca y la ternura en los ojos.
Está tirada sobre unas mantas en el piso del atelier. La luz del amanecer, entrando por las grandes ventanas, ilumina todo su cuerpo. Soy un voyeur inesperado.
No puedo dejar de admirar su espíritu, está lleno de vida. Si despierta, pensará que acecho sus deseables pechos; estoy contemplando su sustancia. Me siento un violador, un aborrecible degenerado que rompió los límites de sus entrañas. Debía ser tan solo una noche, una noche de enredos carnales, sólo eso. Hubo deseo, pasión, sensualidad, y al final, en la culminación y en el principio del amanecer, apareció el sentir. Puta alma que te revelas en este momento. ¿Qué puedo hacer con esta luz que me completa? No es el sol traspasando las ventanas; es su pecho el que me ciega, el que irradia la claridad, el que destella. Es Ella.
Siempre preferí las penumbras, es un lugar en el que me muevo bien. La noche me deja ser quien no soy, la mesa oscura de un bar me permite desparramar mi elocuencia, convertirme en un intérprete de palabras y creaturas, un actor de la seducción, un desenamorado del amor.
No lo sabe, pero su cuerpo no me enamora, y aun así miro sus tetas… su alma, y es allí donde me pierdo. No tiene derecho.  
No quiero despertarla… no quiero despertarte. Un deseo más grande que mi ego desea cada espacio de tu existencia. Odio todo lo que pudiste hacer en pocas horas, adoro todo lo que me haces ser.
Es difícil mi decisión; te despierto con un desayuno. Arrodillado junto a ti, te acerco una tostada a la boca, mi café no es muy bueno. Luz… me deslumbras. Tu corazón late descontrolado. El mío que no tenía ritmo, hoy lo encontró.

martes, 9 de agosto de 2016

El adiós

Desnudos, en la cama, su cabeza se apoyaba sobre mí pecho, teníamos un buen rato en esa posición, así, de cuerpos encajados en perfección. Me di cuenta de su silencioso goteo cuando sentí la humedad de sus lágrimas bañando mi cuerpo. No entendí porque lloraba, le pregunté. Entre sollozos me respondió que no le pasaba nada. Intenté descubrir con todas mis fuerzas la razón del dolor. Hice la misma pregunta infinidad de veces ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? Recibí siempre la misma e inquietante respuesta: nada. Me carcomió la sensación de verla tan lejos, me abatió, me dejó agotados los sentidos.
Me dejé llevar por un instante, soñé despierto, la imagine toda su vida a mi lado. Pensé que me amaba. Posé mi mano sobre su cabeza, yo también la amaba. Ya se lo había dicho tantas veces y de tantas formas que probablemente había sonado estúpidamente cursi. Me equivoqué el primer día y el último. Recordé cada instante de nuestras luchas, de nuestros acuerdos. Era mi loco corazón el que no quería olvidar, el que no quería dejar que la memoria arrincone sus recuerdos en un cajón, el que no quería perderla.
Terco y estúpido, repregunté una y otra vez. No quería, no podía, no soportaba la triste realidad. No salían otras palabras de mi boca, empecinado en saber una verdad que ya sabía. Nada, volvió a salir de la suya.
Acaricie su pelo, el que siempre me encantó. Acaricie su cara, la que siempre me gustó. Acaricie su espalda, la que siempre me fascinó. Tomé su mano, la que tantas veces quise tener conmigo. Mire sus ojos, los que siempre me enamoraron.
Mi reina, mi diosa. Fuimos músicos, pintores, poetas, escritores, actores, filósofos, esposos y amantes. Broncas, risas, besos, desencuentros, charlas, llantos, miradas, caricias, reproches, e inagotables caminatas de juntas vidas.
Me di cuenta. También me derramaba en secreto, sollozaba en  silencio, un silencio tan profundo que poseía y oprimía cada fragmento de mi existencia… entonces entendí su desagote, comprendí lo que no se animaba a decirme. Dije una estupidez, necesitaba desviar mi pensamiento, su pensamiento. No quería…amor, no quería lo inevitable. Fue inútil.  
Cansino, como queriendo detener el tiempo, me senté al borde de la cama, comencé a vestirme. La miré mientras tomaba sus ropas y lentamente las iba ubicando en su cuerpo. No nos dijimos ni una sola palabra más. Era un hecho, sabíamos lo que se avecinaba, lo ineludible, aquello de lo que pretendíamos escapar.
Un beso, una sonrisa, y la certeza de que nos estábamos haciendo promesas que no cumpliríamos. No Fuimos capaces de decirnos adiós, no pudimos, no nos dejamos.  
Diez, fugaces y eternos años. Fue la última vez que me regalo su tonta sonrisa. El adiós que nunca nos dijimos es el único recuerdo que quiero no recordar. Porque… aunque quisiera, aunque me obligase, aunque lo necesitase, jamás podría dejar de extrañar cada milímetro de su esencia.

jueves, 4 de agosto de 2016

Cuatro años, 192 días… una vida

Se encontraron, como todas las semanas desde hacía cuatro años, en la esquina de la plaza. Se dieron el beso de rigor, se tomaron de la mano y caminaron en silencio rumbo al bar que quedaba apenas a media cuadra. Entraron. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, siempre elegían ese lugar, saludaron desde lejos a Juancito - el mozo - y se miraron. Habían pedido lo mismo en todos sus encuentros, por esa razón, cuando Juancito se acerco pregunto si les traía lo de siempre. Recibió una respuesta inesperada, Fernando le dijo que además le trajera un whisky. Agostina había notado algo distinto, algo raro, no sabía con precisión que podía ser, no llegaba a percibir en su totalidad el ruido en su cabeza. El pedido de Fernando terminó de confirmarlo, iba a ser un día extraño.
—¿Qué te pasa?—Preguntó para intentar entender.
—Nada—Contesto él amargamente.
Ella se quedo callada, él la miro más dulcemente que nunca. La tomó de las manos.
Se sentía en el aire que algo deseaba decirle, pero no se animaba, no le salían las palabras, solo la miraba a los ojos. Y de repente, sin preámbulo alguno, se despachó.
—Te amo, estoy completamente enamorado de vos, no aguanto tenerte lejos, no soporto extrañarte, te quiero y quiero que estemos juntos, me desespera.
Acababa de romper todas las reglas que se habían impuesto el día que se conocieron. Reglas que le resultaron lógicas en su momento, reglas que en su interior pensó que ella sería la primera en romper. Y hoy, cuatro años más tarde, las despedazo en una sola oración. No era algo que se le había ocurrido ahora, desde el tercer encuentro lo quería decir, su cobardía, o el hecho de que podría perderla hicieron que no se animara.
Agostina lo miro atónita, había esperado que se lo dijera mucho tiempo atrás. Hoy resonaba a tardío. Cuando se conocieron era una mujer infelizmente casada, muchas noches pensó como sería dormir con Fernando, fue tanto su penar que terminó dejando a su esposo. Ese hubiese sido, pensaba ahora, el momento oportuno para que él lo dijera.
Entonces, llegó el reproche.
—Fer ¿en qué pensás?¿Esperaste hasta hoy, hasta este día para decirme algo así? El viernes me caso nuevamente y con un hombre al que quiero. No te entiendo. Me querés cagar la vida. Vos no querés que sea feliz.
Fernando sintió que perdía todo, ella quería a otro hombre, a su futuro esposo, no lo había visto venir. Se sintió un idiota. La había cagado. Lo único que pensaba era que no la iba a ver más. El pánico se le hizo presente, sus manos transpiraron, su boca intentó moverse, pero sus labios solo balbucearon incoherencias. Quería decir algo. Esperaba… la miraba perplejo.
—¿Vas a dejar a tu esposa por mí?—Le inquirió ella sin razonarlo.
Fer, respiró, ahora podía contestarle. Tenía suerte. Era una pregunta, que en su mente, se la hizo muchas veces.
—Si—Solo eso salió eso de su boca.
Fue un revuelo de sentires, las lágrimas se asomaron en el alfeizar de sus ojos. No podían dejar de mirarse. Ella dio se dio cuenta de la situación y quiso ponerle un fin.
—No podemos…Fer… no podemos, te odio… entendemé, por favor.
—Te odio, te odio ¡hijo de puta!...te amo—lo dijo con un llanto de desconsuelo. Fernando no atinaba a calmarla.
Juancito que miraba la escena desde la barra, no entendía, siempre fueron clientes que pasaban desapercibidos. Solo se ocurrió que hoy no tendría la buena propina de siempre, se dio cuenta que era una mierda. Después de tanto tiempo de verlos juntos, era lo que menos importaba. Se acercó a la mesa con un par de tazas de café, les dijo que iban por su cuenta. Lo miraron y sonrieron. Se quedó más tranquilo.
No hubo una sola palabra más entre ellos, se levantaron, él pagó la cuenta y dejó la mejor propina en cuatro años. Salieron juntos de la mano.
Fue la primera vez que no volvieron a dormir a sus casas. Se despertaron juntos. Se rieron. No se conocían así, despeinados, con mal aliento, ojos hinchados, todas esas cosas que no tenían el romance que habían vivido.
Agostina, es una mujer feliz. Fernando es un hombre feliz.  Juancito los recibe cada viernes con un sonrisa.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Carta al amor, las ilusiones y las cadenas

Te quise, nunca supe bien porque, hasta el último día me hiciste sentir indeseable. Me ilusioné, me ilusionaste. Me puse anteojos de colores para ver lo que no eras. Teñí todo color de amor para hacer nuestra vida soportable. Y por cambio recibí la amargura, la angustia de sentirte en otros besos, los dolores del cuerpo, la soledad de transcurrir nuestro viaje solitaria. Estabas viajando muy lejos, un viaje en el que no te podía acompañar. Para el viaje de la vida, para el verdadero viaje, tu compañía me era necesaria. Te necesité... te idolatré… te hice merecedor de mi yo. Y tu ser, enteramente todo tu ser, me despreció y despreció la oportunidad que teníamos.  
Es un reproche, si, no lo niego, es un reproche a mí misma, a la entrega interesada del amor correspondido. A sentirme plena y sentirte pleno conmigo. No pude, no quisiste.
Ya no te espero, ya no te quiero. En las noches solía recordar nuestro día, hoy solo recuerdo nuestras tinieblas.  Me encadenaste a un ser que se me torno insoportable, y aun así en aquel momento te quise.
Soy, estoy y parezco más madura, ya no me interesa tu desprecio y tu maltrato, crecí. Soy una mujer que ahora espera, no al príncipe azul que parecías, espera al hombre que la quiera, que la malcríe, que le de las caricias que necesita, que la llene de alegría, que la haga feliz. Todos nos merecemos ser felices aunque sea una vez en la vida, contigo no lo fui nunca, fue ilusión.   

Con estas líneas pretendo dejar atrás ese funesto pasado, al escribirlas me siento liberada, me siento plena, me siento... Hoy aprendí que ya soy una mujer. 

martes, 2 de agosto de 2016

La burla

Tirado en el medio de la calle, mi cuerpo presenta los últimos signos de vida. Lo que queda de mi se retuerce, no busco ayuda, se retuerce de carcajadas imperceptibles para los transeúntes amontonados a mi lado. Quedan pocos segundos para recordar al pasado y pedir perdón por mis pecados.
Dios no existe, el pecado es una invención humana ¿Por qué arrepentirse? ¿Porque a un montón de estúpidos en manada se les ocurrió que mi vida era una mierda? Nadie puede decirme que hice bien o que hice mal, en definitiva fue mi vida. La vida que ahora se va porque era el momento más feliz de mi existir ¿Acaso, no era un buen momento para dejarla?
Mi corazón late aun más fuerte y rápido que nunca. Mi mano había buscado el arma, mi mente la había guiado. No siento remordimientos de ningún tipo. Fui ladrón, policía, embustero, religioso, pordiosero, rey, prisionero, libertino, libertador, opresor y hasta mi propio asesino.
Muchas veces terminé con míseros creyentes de eternidad, que hoy se pudren en un menjunje de tierra, carne y gusanos… un revoltijo al que todos nos dirigimos, del que no tenemos escapatoria.
Soy dichoso. No veo luz, ni ángeles, ni dioses, ni demonios, nada… eso veo, la nada misma y me regocijo. Me regocija pensar en la idiotez de todos estos ingenuos, en su inútil existir, en sus creencias inservibles, en su búsqueda de la mentira… y yo poseo la verdad. Una verdad que no van a saber en sus putas vidas. Me dan risa, me burlo.