viernes, 17 de junio de 2016

Allegra y el incauto

Aquella noche te seguí por toda Roma (ciudad divina, hija de dioses y hogar de Dios). Tu falta de presencia se me hizo evidente. Llegué a pocos pasos de tu puerta. Tu tiro fue certero, saliste acompañada de la mano de un extraño. Decepcionado, desalmado, embriagado, me arrastre imitando las paredes para que no sospecharas. En cada recodo tomaba valentía y el elixir que traía escondido. No sirvió para nada.
Allegra, cuando te conocí, aquí en tu ciudad, no pude más que pensar que era el lugar indicado para tu nombre. Alegre era la noche, alegre era la urbe, alegre eras tú y alegre era yo. El tiempo se detuvo, las estrellas resplandecieron y tu sonrisa invadió mi esencia. Así se sucedieron las horas y los amaneceres. Nuestros encuentros fueron cada vez más intensos. Un día o una noche, ya ni recuerdo, decidiste des-dibujarte. Me desesperé, te extrañé, lloré y enloquecí.     
Desde las sombras te veo en la terraza, alegre como siempre, regalando tus dones al incauto que hoy elegiste.  No lo pienso, busco en mis bolsillos, encuentro mi encendedor, me acerco a la puerta, vacío la botella, y lentamente desato el infierno.  Se acaban las risas y resuenan los gritos. El rojo lo invade todo. Me doy media vuelta, camino tranquilo y de soslayo veo tus ojos, ojos que imploran. Sigo caminando.

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