Se sientan en el banco de la plaza, él tiene quince
años, está en el tercer año del colegio secundario. Ella diecisiete, cursa el
último año, se acerca el ingreso a la facultad.
Mariela siempre había salido con chicos más
grandes, le gustaban los chicos con moto, salir a bailar, fumarse un cigarrillo.
La tenían por la más linda de su curso, se consideraba la más linda del colegio.
Esa tarde, aceptó la invitación de ese chiquilín -que
no dejaba de mirarla en los recreos- para encontrarse a la salida de clases.
Sentía algo de vergüenza, no quería la vieran, pero la empujaba la curiosidad.
Pedro siempre pareció maduro para su edad, a los
trece años una vecina –también más grande- le enseño a besar. La vecina estaba
de novia, pero le encantaba el pendejo. Usó todos sus encantos para seducirlo, él
en su inocencia y sus ansias se dejó. Le preguntó si sabía besar, el contestó
que sí. Apoyó sus labios sobre los de ella y los movió espasmódicamente. Anita,
se rió, le enseñó para que servía la lengua en un beso.
Le ofrece un chocolate, ella sonríe y lo acepta.
El envoltorio es una hoja de carpeta, le escribió un poema. Se estremece,
ninguno de sus galanes hizo algo así. Pedro le pide que no lo lea, el rubor de
sus mejillas se deja ver de lejos. Mariela lo guarda en su mochila.
Hablan hasta que empieza a caer el sol, pierden la
noción del tiempo. Ella se asusta y le dice que debe volver, no avisó que
llegaba tarde. Él le toma de la mano y se ofrece acompañarla. Caminan las
cuadras conversando entre risas. Llegan a la puerta, y se dan un beso en la
mejilla.
Mariela saluda a sus padres y sube corriendo a su
habitación, abre la mochila, busca el papelito, lo lee. Pedro, camina contento
hasta su casa, esa noche no puede probar bocado, está en otra.
Matemáticas, es la hora que le toca a ella, a él
geografía. No escuchan nada de lo que dicen los profesores, los nervios los
tienen a mal traer. Suena el timbre del primer recreo, no miran a sus compañeros,
salen corriendo. Llegan primero que nadie al medio del patio, está vacío. Pedro
la mira con recelo, Mariela lo mira con timidez. Se acercan y se toman de las
manos.
Ella se aguanta la burla de sus compañeras, no le
importan en lo más mínimo. Él hace oídos sordos a los consejos de sus amigos.
Se aman.
Recibe el diploma, están los padres y Pedro. Él se
alegra y siente miedo, sólo le queda el verano para verla todos los días. Se
perdieron los recreos.
Mariela lo llama, le cuenta que necesita estudiar
mucho porque se acerca un parcial. Pedro se ofrece a ayudarla, le dice que se
va a juntar con unos compañeros. Hace una semana que no se ven. Pedro llora en
silencio, se siente un niño.
Los encuentros son cada vez más espaciados, ella
está muy ocupada con su estudio, él está cada vez más melancólico. Un día, ella
dice que tienen que hablar, él sabe lo que se avecina. Está preparándose para
decir adiós desde hace tiempo. Lo sita en la misma plaza del primer encuentro.
Cuando Pedro llega, a pesar de hacerlo temprano, Mariela
está sentada en el banco, sus ojos rojos no la dejan mentir, estuvo llorando.
El venía con los tapones de punta, no quería permitir que lo dejaran porque sí.
Al verla, se derrite, se olvida todos sus argumentos, sólo quiere abrazarla. La
confesión, a los oídos, se le hace insoportable, lo está destrozando por
dentro. Conoció a un chico, es lo único que escucha. Todo el resto que sale de
su boca está en una nebulosa que lo marea. Se quiere levantar e irse. Mariela
le da un chocolate envuelto en una hoja de carpeta. Ofuscado se va. Llega y se
encierra en su habitación. La mamá, sabedora, le lleva la comida en una
bandeja.
Suena el timbre del primer recreo, en el bolsillo
tiene guardado el papel que recibió la noche anterior. No se anima a leerlo, él
mismo se predice catástrofes y dolor. Se aleja de todos, se va a un rincón del
patio. Abre con miedo la hoja.
Noche, parada del bondi, él y un par de tipos
raros. Viene, no viene, era su única preocupación. Se abren las puertas del
medio, Mariela baja, la abraza, lo abraza, se abrazan.
Ella había conocido a un chico, salieron un par de
veces, hasta se llegaron a dar un pico. Nada, ni nadie era como su Pedro.
—Abuela ¿Cómo conociste al abuelo?
—El abuelo me regaló un poema con un chocolate.