Se acerca despacio, tratando de no hacer ningún
ruido. Tiene en la mira a su presa. Las astas se confunden con las ramas de los
árboles, es imponente.
El ciervo levanta su cabeza parece intuir la
presencia de ese hombre. Da unos saltos y se aleja por un sendero verde y
profundo.
El cazador no puede perder tan bello ejemplar, sus
catorce puntas lo hacen codiciable. Recorre cien, doscientos, trescientos
metros y lo encuentra, parado saboreando la hierba tierna de primavera.
Esta vez tuvo la precaución de acercarse por el
lado contrario al viento. El animal sigue inquieto, hociquea en busca de aromas
peligrosos. Por suerte, no los huele.
En la mira nuevamente, ahora está más cerca aun.
Su nerviosismo puede jugarle una mala pasada, intenta relajarse. Apoya su dedo
en el gatillo sin respirar. Uno, dos, tres, cuatro y pierde la cuenta de los
disparos.
En su casa de Buenos Aires, cuenta la historia a
sus amigos, vinieron especialmente a admirar su obra. En la sala un esplendido
ciervo colorado, rojo como fuego, parado en el medio del bosque. Junto a esa
imagen, la secuencia completa de fotos.
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