Cruzar la ciénaga me llevó al cementerio. No había
querido entrar por el portón principal, alguien desde el pueblo podría haberme
visto.
Todo había comenzado por la tarde, la broma de un
parroquiano, la posterior inquisición al sepulturero y la duda. ¿ Era mi mujer
la que estaba enterrada?
La incursión, furtiva y nocturna, me dejó sin
aliento. Solitario y tembloroso, por el paisaje tenebroso y la bruma helada, recorrí
los últimos metros hasta la tumba. La lápida lucia extraña a la luz de la luna,
las flores que había dejado el domingo parecían serpientes inertes que
abrazaban el mármol.
Tomé la pala, estaba decidido a despejar la duda.
Doscientas o trescientas paleadas después, a la tierra aun floja, descubrí la
madera lustrosa del ataúd. Fue la primera vez que sentí miedo en mi extraña
aventura. Con mis manos ajadas, no estaba acostumbrado al trabajo físico, saqué
los pocos terrones de tierra que quedaban en la tapa, tomé la barreta de hierro
e hice palanca para moverla de su lugar.
El vestido cubría todo casi todo el cuerpo, sólo
se veían los huecos donde antes habían estado sus ojos, el resto de la cara
estaba cubierta por gusanos en movimiento, bajé, por un instante mis parpados,
me imagine a Medusa intentando convertirme en piedra. El olor de la carne
putrefacta me llenó de nauseas. Busqué su mano izquierda, busqué nuestro
anillo.
Un golpe en mi cabeza me hizo caer de boca sobre el
cadáver. No perdí el conocimiento, caí de bruces aturdido, escupí inmundicia.
La tapa se cerró sobre mi espalda, escuché la tierra caer. Mi boca se inundó de
seres desagradables, mi nariz se invadió de olores fétidos, mis oídos dejaron
de escuchar, mis ojos se colmaron de oscuridad, mis pulmones dejaron de recibir
oxigeno, mi corazón dejó de latir.
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