Llegaba del trabajo todos los días a la misma
hora. Se sacaba la corbata que dejaba tirada sobre la silla, desprendía el
último botón de la camisa, desataba con gran parsimonia los cordones de los
zapatos, los prefería a los modernos mocasines, y los pateaba de a uno bajo la
cama. Se calzaba un par de pantuflas que inevitablemente encontraba siempre en
el mismo lugar donde las había dejado por la mañana.
Su cuarto, su habitación, su casa, un solo espacio
de unos cuatro metros de lado donde convivían montañas de libros sobre la mesa,
sobre la cama, sobre las sillas y en el piso.
Cada uno de los últimos cinco años de su vida no
había dejado de llevar uno nuevo para sus montañas. Los compraba en una vieja
librería a pocas cuadras de la oficina pública donde trabajaba.
Era el único vicio que reconocía tener, nunca
había fumado, de joven lo había intentado, pero le había parecido desagradable
y jamás llego a terminar el único paquete de cigarrillos que compró en toda su
vida. No tomaba bebidas alcohólicas y en las pocas ocasiones en que lo había
hecho no le había resultado complaciente. Comía sano y muy poco, siempre cosas
que pudiese cocinar en su pequeño anafe.
Cada libro a su llegada recibía un ritual de
bienvenida. Era sacado de su envoltorio con total cuidado, usaba y abusaba de
la delicadeza a tal punto que despegaba durante minutos cada una de las cintas
que fijaban el embalaje, jamás en cinco años rompió un papel. Una vez despojado
de su envoltura, se dedicaba a acariciar cada una de sus partes, el lomo, la
tapa, la contratapa, las hojas, con una adoración digna del mejor amante.
Cuando salía de su éxtasis, lo abría y leía el prólogo varias veces, se dejaba
llevar por las palabras y decidía a cuál de las pilas debía pertenecer. Todas y
cada una, según él, habían sido levantadas de acuerdo a un orden temático para
poder reconocerlas en el futuro. Además los libros habían sido dispuestos según
su tamaño, de mayor a menor, y los ángulos inferiores izquierdos conformaban
una sola línea recta que se dirigía hacia el techo. Odiaba a las editoriales,
que por esnobismo, modernismo, espacio ó razones que no llegaba a comprender,
cambiaban el orden de lectura en los lomos, acción que lo obligaba a torcer su
cabeza de izquierda a derecha para leerlos, llevándolo a pensar que se trataba
de una cruel conspiración en contra de su cuello.
Seis años atrás no se hubiese imaginado en esta
situación. Su vida no había sido heroica, tampoco un resplandor de colores. Había
vivido con una esposa a la cual había dejado de amar, pero le había seguido
teniendo un cuidado cariño, le regalaba flores todos los aniversarios, cumplía
con sus obligaciones maritales al pie de la letra, usaba la ropa colorida que a
ella le gustaba comprarle y degustaba diariamente su comidas horribles. Tenían
una vida de lleno vacío, organizada de forma tan genial como para que ninguno
de los dos se diera cuenta de que vivían a pérdida, en una amalgama de hechos
inconducentes, que indefectiblemente, los conducirían a la incómoda situación
actual de ser “unos separados”.
Tras una noche de insomnio y en un acto de
inusitada valentía, había tirado por la ventana todos los preceptos que desde
la infancia le habían inculcado, y en aquella madrugada de locura, juntó la
bronca necesaria, amontonó en una valija las pilchas que tenía, sólo las que le
gustaban, le dijo a su mujer que se quedara con todo el resto de las cosas que
habían acumulado durante años y se había ido en busca de una habitación donde
pasar la noche siguiente.
Aquel día, por primera vez en muchos años, falto a
su trabajo sin excusa. Caminó sin rumbo ni dirección, con su ropaje a cuestas.
Encontró una pensión gris de color gris, con menos muebles de los que había
estado acostumbrado, y… todos grises. Todo hacía juego con su nueva vida. En
ese cuarto se sintió libre, sin el yugo absurdo de esa mujer insoportable.
Sintió la libertad, sin la voz chillona que lo conminase a dormir por el solo
hecho de estar en la cama, la que no tenía la capacidad de reconocer que ese
altar esponjoso, llamado lecho, podía
servir para otras cosas: amar, hablar, leer, soñar.
Su ilustre salvación, porque la soledad de estar
solo, por momentos, se le había ocurrido intransitable, había sido un libro
usado que compró en una vieja librería. Ese manojo de papeles ajados y leídos
por otros ojos lo devolvió a su necesaria irrealidad.
Se sintió salvado, se abrazó a una religión, que
no religaba y que lo arropó en su próxima vida. Su propia religión que no le
pidió nada a cambio, que no tenía señaladores que le hiciesen recordar la
última página vivida.
Una vez clasificado el libro, se preparaba algo de
comer que devoraba rápidamente, luego se acercaba a la cama, corría la manta y
se acostaba vestido en el espacio que le dejaban sus torres literarias, alargaba
su mano derecha y tomaba un hijo. Se convertía en un caníbal intelectual,
tragaba ávidamente cada página, sus ojos lo volvían un héroe épico, su
imaginación lo llevaba a vidas escritas, que nunca fue ni sería capaz de vivir.
Allí acostado, con la luz de un velador, empezó a
pasar las horas intentando resistirse al cansancio que cada noche lo alcanzaba.
Se dormía con el libro abierto sobre su pecho y dejaba de soñar. Por la mañana
de despertaba, algunas veces se daba un baño y cambiaba sus ropas, tomaba un té
y salía a la calle con la esperanza de
volver, después de todo un día de colores, a su cuarto gris, a su habitación de
muebles grises, a su paraíso de páginas en blanco y negro.Ilustración: Pintura original de Pato Peralta
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