Un día me arrancaron de mi mamá, me sacaron del cobijo de sus hojas
y del abrazo de sus tallos. Recuerdo haber derramado savia amarga y maldecido
no tener manos para poder aferrarme a mis raíces.
Amontonados en un canasto junto a mis hermanos elegimos el silencio,
un poco por miedo otro poco por la incertidumbre y mucho por dolor. Terminamos
sobre una mesa al costado del camino.
El sol me daba calor, achicharraba mi piel y me llenaba de arrugas.
De a poco, de a poquito mis hermanos se fueron yendo y ni aun así pude decir
nada para despedirme. Con la llegada de la primera estrella quedé solito en el
puesto. Nadie había querido llevarme, quizás por feo, quizás por chico… para mí
un alivio.
Miré el cielo, vi la luna, conté una por una todas las estrellas que
se hacían compañía y me dormí. Soñé con mi madre, mis hermanos, mi tierra.
Una gotita de rocío empezó a caer por mi frente y en un acto
instintivo me rasqué. Abrí mis ojos, perplejo, mire mis manos. Me pellizqué la
cara, no fuese cosa que estuviera soñando. Pequé un grito de dolor que pude
escuchar y me di cuenta que también tenía boca. Busqué con vergüenza y encontré
un par de piernas y más abajo dos piececitos que moví alegremente.
Tenía ropa, sombrero, guantes y zapatos, aunque un poco viejos
elegantes. Sigo estando solo, pero por suerte tengo trabajo y desde donde estoy
puedo ver a mi mamá.
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