Con paso lento bajaba por la empinada calle que lo
conducía a la plaza del pueblo, venía perdido en sus pensamientos, estuvo a
punto de caerse un par de veces. Esa tarde, sin quererlo, lo involucraron los
hechos más que las palabras. Estaba en su taller trabajando tranquilamente, un
ruido ensordecedor lo despertó de su monótona tarea. Remendar zapatos hacía
mucho tiempo que se le había hecho casi insoportable. Se podría decir que
además del cura era el hombre más culto de aquellos parajes. Tenía tantos
libros leídos como suelas cosidas.
Así, tratando de encajar todas las piezas, venía
bajando. El estrépito, los gritos que lo sucedieron, la gente corriendo por las
calles. Fue todo tan confuso que no podía hacerse una verdadera imagen de lo
sucedido.
Llegó a la plaza, pensó unos instantes ¿Debía
dirigirse a la iglesia o a la comisaría? Golpeó la vieja puerta de la única
posta policial en kilómetros. Lo espetó el secretario del comisario.
—¿Quién molesta a esta hora?
—Soy yo, Giuseppe, el zapatero. Necesito hablar
con el jefe.
—Que necesidad de golpear la puerta, hombre. Pase
directamente, usted bien sabe que los amigos del jefe son amigos de la casa.
—Yo hablo con el comisario, usted mientras tanto
cruce la calle y busque al cura que lo vamos a necesitar —Lo dijo con tal
certeza y voz de mando que el policía salió corriendo hacia la iglesia.
Entró tan tranquilo como pudo, se aproximó a la
puerta del único despacho del edificio. Estaba seguro que su amigo se
incomodaría con su sorpresiva visita, estaba mucho más seguro que lo que tenía
para contarle lo incomodaría mucho más.
No tenía idea porque habían creado esa relación de
amistad. Cuando Gian Carlo Rossi, llegó al pueblo a ocupar su ilustre cargo,
tuvieron muchas diferencias. El recién llegado era un hombre afable, de buen
carácter, alegre, independiente y algo chabacano en su hablar. Giuseppe lo catalogó
como una persona frívola. Si bien, el zapatero, no tenía ningún cargo en la Administración
local, siempre habían acudido en su ayuda, ya sea para resolver el robo de una
gallina como así también el destino de una herencia. Lo consideraban un hombre
justo, y el también pensaba lo mismo de sí. Rossi, menospreció sus habilidades
tantas veces como su corta lucidez pudo. Sin embargo, con el tiempo aprendieron
el uno del otro, podían ser de mutua ayuda. El remendón aprendió que no era tan
necesario como creía y el policía reconoció que le era de mucha ayuda. Jamás se
lo dijeron, no fue necesario.
—Gian Carlo, amigo, Rossi, hola —Se desparramó en
la silla mientras saludaba.
—Qué sorpresa… me asustas con esa cara desencajada
que tienes.
—¿Asustado? Tengo tanta pavura que ni correr pude.
El miedo te ata las piernas, los cordones de los zapatos, no podía mover un pie
sin pedirle permiso al otro.
—Ahora me asustas de verdad. Tomemos un café y
hablemos tranquilamente. ¡Alfonso! ¡Dos cafés bien cargados!
—No te molestes, Alfonso fue a buscar al párroco,
yo se lo pedí.
La cara del comisario se transfiguró. Pasaba algo
realmente incomprensible que ameritaba aquella reunión imprevista. El párroco,
el zapatero y él mismo; todos juntos y sin aviso. El silencio se apoderó del
despacho, se hizo incómodo. Los golpes a la puerta hicieron que salieran de sus
pensamientos. Uno estaba absorto en la escena vivida, el otro imaginando.
—Permiso, permiso —Dijo Alfonso en el alfeizar.
—Adelante, tengo entendido que no vienes solo.
El ayudante se hizo a un lado y dio paso al cura
que entró y se acomodó en la silla junto al zapatero sin esperar la invitación
de rigor. También intuía algún tipo de descalabro.
—Buenas tardes, Gian Carlo. Buenas tardes,
Giuseppe. ¿Quisiera saber a qué se debe está locura de hacerme salir corriendo
de la iglesia cuando falta tan poco tiempo para comenzar la misa vespertina?
—Perdón
Padre, pero la situación lo amerita —Dijo muy directamente el zapatero.
—Despache que no tengo mucho tiempo, y creo que el
comisario tampoco. Espero no sea alguna de esas locuras que se le ocurren de
vez en cuando.
—Descuide. Cuando les cuente lo sucedido, van a concluir
que es algo de temer.
—Basta de vueltas, hombre. Me tienes desconcertado
desde que llegaste. Apura la explicación y deja las vueltas —Exclamó el
oficial.
—No se alteren. Ya comienzo a contar, todavía
estoy tratando de salir de mi estupor.
Se miraron, lo miraron y no dijeron ni una sola
palabra, se quedaron a la espera del, seguramente, tedioso relato.
—Alfonso… dos cafés bien cargados y un té —Ordenó
el jefe, sabiendo los gustos de los participantes, y esperando con sus gritos
despertar al relator. Lo consiguió, fue así como logró que el remendón empezara
a contar la historia que los había juntado.
—Estaba muy tranquilo, cosiendo un par de zapatos
viejos, de la señora Aurelia ¿La conocen a Aurelia? Aurelia, la señora que vive
al otro lado del pueblo, tiene una pequeña casa con flores en el jardín, la
viuda, que el hijo se llama…
—Basta Giuseppe, basta. Conocemos a cada persona
que vive por aquí, no hace falta tanto detalle —Se despachó el sacerdote algo
nervioso.
—Perdón Padre, perdón.
—Ya deja de pedir perdón, si necesitas perdón ve
al confesionario, hombre. Cuenta lo que tienes que contar o deja que siga con
mis ocupaciones.
El cura del pueblo, el Padre Antonio, se había
recibido como Doctor en Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana. Sus superiores pensaron que podía llegar a
obispo si se lo proponía, tenía todo lo
necesario para serlo. Algunas desavenencias con la cúpula eclesiástica, lo
confinaron a un pueblo perdido. Más de
cuatro decenios aprendiendo a ser pastor de almas, lo habían llevado a ganarse el
corazón de sus feligreses.
—Bueno, continúo. Estaba remendando los zapatos -de
Aurelia- en mi taller, que como bien saben está a tan sólo tres empinadas y
malditas cuadras de donde nos encontramos ahora. No viene al caso ¿Por qué al
último intendente se le ocurrió cambiarle el nombre a mi calle? Nadie me
explicó porque ahora debía llamarse Garibaldi en lugar de Alighieri. No
consultó a ni uno de los vecinos de la calle —En las caras de los convidados a
la reunión se empezó a entrever como la impaciencia se convertía en ira.
Quizás debería haberlos puesto, a ustedes lectores,
mucho antes en situación. El pueblo en el que sucedieron tan inimaginables hechos,
no contaba con más de cincuenta manzanas, con una amplitud que seis y una
longitud de ocho cuadras. La calle principal, donde se ubicaba el taller,
dividía al pueblo en dos y se deslizaba desde las colinas hasta el mar. Es
decir, que el taller del zapatero se encontraba exactamente en el centro del
pueblo. La comisaría y la Iglesia a una cuadra del mar, frente a la plaza. Era
un lugar hermoso, de construcciones antiguas, donde el barroco había tenido
tanta influencia que no se notaba el paso del tiempo. Calles empedradas y casas
de color ocre que el tiempo se empecinaba en conservar. El clima era benévolo
en invierno y verano, el cambio de estaciones era tan imperceptible que sus
habitantes usaban el mismo tipo de ropa todo el año. La vida en aquel dantesco
paraíso nunca tuvo demasiadas sorpresas. Las muertes, salvo alguno que otro
desafortunado accidente, solían suceder
por causas naturales. Los pleitos se arreglaban en la parroquia o entre
parroquianos, y la policía estaba tan pintada como un cuadro de Miguel Ángel.
El suceso más peculiar de la última década fue cuando un turista atropelló un
par de cabras y pasó cuatro horas en el calabozo hasta que pagó el valor en liras
al dueño de las mismas.
Espero sepan disculparme si me explayé más de lo
debido, mi intención no fue impacientarlos, no quiero convertirme en el
responsable de vuestra ansiedad distrayéndolos del alegato del tercero en
discordia. Los dejo con su relato.
—Ya me tienes un poco… impaciente, Giuseppe —Con
voz suave, se expresó el policía, sabiendo que no eran bienvenidos sus
exabruptos.
—Tienen razón. Pero me sobrepasan los hechos.
Intentaré ser todo lo breve que pueda ser.
—Si es breve y bueno, dos veces bueno. Si es
extenso y bueno, tres veces olvidable. Si es breve y malo, cuatro veces maldigo. Si es extenso y malo, solo una vez "te mato" —Reflexionó Rossi en voz alta.
—Señores, si me van a escuchar escuchen, sino
aténganse a las consecuencias. Usted Padre, de todas formas va a tener que
preparar mucha agua bendita. Usted, saldrá corriendo con sus juguetes de metal.
Escuchen… escuchen.
Las moscas dejaron de volar, el viento se
inmovilizó, los pisos terminaron de crujir, las cortinas se paralizaron, el
reloj dejo de marcar el tiempo, cuatro ojos se miraron desconcertados. Todo eso
ocasionaron las palabras pronunciadas.
—Como venía diciendo, me encontraba en mi taller,
remendando unos zapatos, sí los de la señora Aurelia —Miró a sus dos oyentes
haciendo una pausa como para darle más énfasis a sus palabras —Escuché un ruido
que parecía venir del infierno, jamás en mi vida había escuchado algo así. Dejé
la aguja clavada en el zapato, me acerqué a la puerta. Algo, alguien pasó corriendo
ante mí. Al principio pensé en un fantasma, cuando reconocí su figura di cuenta
que se trataba de mi vecina, una señora que hace rato no está en su juventud
pero aún seguía conservando una figura que daba que mirar y hablar. No se hagan
los distraídos, Padre, sabe bien de quien hablo, y usted mi amigo, más de una
vez reparé como sus ojos se desviaban a su paso. No es pecado ¿o sí? mis ojos
nunca quisieron desviarse.
Me acerqué a la puerta de su casa, desde el
pórtico, pude distinguir dos figuras, masculinas a mi parecer. Uno
completamente desnudo, el otro… todavía no sabría decirlo. Uno parado y el otro arrodillado. El suplicante imploraba en
sollozos. El castigador reía a carcajadas. Apuntaba con un largo puntero a la
cabeza del desvestido. Yo seguía paralizado en el umbral, no me atrevía a dar
un solo paso más. Sin sospecharlo la escena cambió abruptamente. Una figura, aparentemente
de mujer, apareció por detrás del subyugante y le propinó un golpe en la cabeza
con algo que parecía un bastón, hizo caer de bruces al desdichado. El desnudo
se levantó, tenía una figura demasiado extraña para ser hombre. Es una mujer
dijo mi mente al descubrir unos incipientes pechos en la oscuridad, es un
hombre me reprochó la psiquis al percibir su desnudez, es un fauno me anunció la
imaginación al reparar en su totalidad. Señores, no sé de qué se trataba, su
cuerpo era de un color rojizo, sus pies no eran humanos, de su cabeza brotaban más
que cabellos. Pude romper el miedo y entré a la casa a los gritos, empuñando la
cruz que siempre llevo colgada en mi pecho. Cuando estuve lo suficiente cerca,
lo único que alcancé ver fue a un hombre tirado en el piso, una escopeta a su
lado, una mancha de sangre y… nada, absolutamente nada más en aquella
habitación. La gente comenzaba a agolparse en la puerta. Di media vuelta e intenté
llegar tan rápido como pude, llamé a ambos a una reunión, me dieron un
delicioso café, y a duras penas me dejaron terminar mi historia.
El policía se levantó de su silla e increpó al
zapatero.
—¿Cómo pudiste ser tan tonto? Nos tienes hace
media hora con tus vueltas, alguien evidentemente se encuentra herido y Dios
quiera que no sea algo peor ¡Corramos hacia allí! —Exclamó el viejo policía.
De camino al lugar de los hechos, se encontraron
con varios vecinos que bajaban corriendo la calle en busca de la autoridad.
Todos ellos al ver la caras de preocupación de los tres personajes, intuyeron
que sabían los sucedido. Al llegar a la casa, entraron con premura. Ya se
encontraba en el lugar el médico del pueblo. En el piso seguía el cuerpo. Según
supieron de boca del galeno, la persona se encontraba muerta, el golpe no había
sido mortal, pero sí la caída. Aparentemente su cabeza había pegado contra el
borde de una mesa de mármol, destrozando su sien. Del resto de las personas
involucradas, ni rastros. El comisario interrogó a cada uno de los vecinos,
nadie vio salir a nadie. No se encontraron huellas ni ropas de nadie más que de
la dueña de la casa. Solo un pequeño detalle, un tanto inusual, la escopeta
había sido disparada pero no se encontraron los perdigones por ningún lado. A
la bella señora, dueña de la casa, la buscaron durante varios días, luego se
emitió un pedido de captura, no la pudieron encontrar jamás. Del fantástico
relato del zapatero nunca se habló en público. El cura baño la casa con agua
bendita y todavía sigue rezando. El comisario dio el caso por cerrado, tenía una
asesina y una víctima.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario