Se encontraron, como todas las semanas
desde hacía cuatro años, en la esquina de la plaza. Se dieron el beso de rigor,
se tomaron de la mano y caminaron en silencio rumbo al bar que quedaba apenas a
media cuadra. Entraron. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, siempre
elegían ese lugar, saludaron desde lejos a Juancito - el mozo - y se miraron.
Habían pedido lo mismo en todos sus encuentros, por esa razón, cuando Juancito
se acerco pregunto si les traía lo de siempre. Recibió una respuesta inesperada,
Fernando le dijo que además le trajera un whisky. Agostina había notado algo
distinto, algo raro, no sabía con precisión que podía ser, no llegaba a
percibir en su totalidad el ruido en su cabeza. El pedido de Fernando terminó
de confirmarlo, iba a ser un día extraño.
—¿Qué te pasa?—Preguntó para intentar
entender.
—Nada—Contesto él amargamente.
Ella se quedo callada, él la miro más dulcemente
que nunca. La tomó de las manos.
Se sentía en el aire que algo deseaba
decirle, pero no se animaba, no le salían las palabras, solo la miraba a los
ojos. Y de repente, sin preámbulo alguno, se despachó.
—Te amo, estoy completamente enamorado de
vos, no aguanto tenerte lejos, no soporto extrañarte, te quiero y quiero que
estemos juntos, me desespera.
Acababa de romper todas las reglas que se
habían impuesto el día que se conocieron. Reglas que le resultaron lógicas en
su momento, reglas que en su interior pensó que ella sería la primera en romper.
Y hoy, cuatro años más tarde, las despedazo en una sola oración. No era algo
que se le había ocurrido ahora, desde el tercer encuentro lo quería decir, su
cobardía, o el hecho de que podría perderla hicieron que no se animara.
Agostina lo miro atónita, había esperado
que se lo dijera mucho tiempo atrás. Hoy resonaba a tardío. Cuando se
conocieron era una mujer infelizmente casada, muchas noches pensó como sería
dormir con Fernando, fue tanto su penar que terminó dejando a su esposo. Ese hubiese
sido, pensaba ahora, el momento oportuno para que él lo dijera.
Entonces, llegó el reproche.
—Fer ¿en qué pensás?¿Esperaste hasta hoy,
hasta este día para decirme algo así? El viernes me caso nuevamente y con un
hombre al que quiero. No te entiendo. Me querés cagar la vida. Vos no querés
que sea feliz.
Fernando sintió que perdía todo, ella quería
a otro hombre, a su futuro esposo, no lo había visto venir. Se sintió un
idiota. La había cagado. Lo único que pensaba era que no la iba a ver más. El pánico
se le hizo presente, sus manos transpiraron, su boca intentó moverse, pero sus
labios solo balbucearon incoherencias. Quería decir algo. Esperaba… la miraba perplejo.
—¿Vas a dejar a tu esposa por mí?—Le inquirió
ella sin razonarlo.
Fer, respiró, ahora podía contestarle. Tenía
suerte. Era una pregunta, que en su mente, se la hizo muchas veces.
—Si—Solo eso salió eso de su boca.
Fue un revuelo de sentires, las lágrimas se
asomaron en el alfeizar de sus ojos. No podían dejar de mirarse. Ella dio se
dio cuenta de la situación y quiso ponerle un fin.
—No podemos…Fer… no podemos, te odio… entendemé,
por favor.
—Te odio, te odio ¡hijo de puta!...te amo—lo
dijo con un llanto de desconsuelo. Fernando no atinaba a calmarla.
Juancito que miraba la escena desde la
barra, no entendía, siempre fueron clientes que pasaban desapercibidos. Solo se
ocurrió que hoy no tendría la buena propina de siempre, se dio cuenta que era
una mierda. Después de tanto tiempo de verlos juntos, era lo que menos
importaba. Se acercó a la mesa con un par de tazas de café, les dijo que iban
por su cuenta. Lo miraron y sonrieron. Se quedó más tranquilo.
No hubo una sola palabra más entre ellos,
se levantaron, él pagó la cuenta y dejó la mejor propina en cuatro años.
Salieron juntos de la mano.
Fue la primera vez que no volvieron a dormir
a sus casas. Se despertaron juntos. Se rieron. No se conocían así, despeinados,
con mal aliento, ojos hinchados, todas esas cosas que no tenían el romance que
habían vivido.
Agostina, es una mujer feliz. Fernando es
un hombre feliz. Juancito los recibe
cada viernes con un sonrisa.
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