Última noche en la ciudad. Exótica,
revuelta, convulsionada, impredecible, encantadora, Shanghái. Dejo mi maleta
preparada sobre la cama del hotel y salgo a caminar con la única razón de no
quedarme solo, mi última noche y mi primera vez. Recorro las avenidas más
importantes. Sabiendo que los extranjeros no somos bienvenidos me adentro en
una calle lateral... mi perdición.
Mai, Mien, Mein (todavía no aprendí a
pronunciar su nombre) me ataca, con sonrisa irresistible y voz de miel me
invita a placeres desconcertantes. Fui fuerte, rechacé cada uno de sus embates.
En mi soledad, le propongo que sea mi lazarillo, que me guíe por la ciudad.
Accede con una condición: mostrarme su mundo y su vida. Accedo, me es
fascinante.
Toma mi mano, me resulta extraño. Sin
mediar palabra me arrastra hacia una calle tan vulgar como su vestido. No me
resisto. Explosión. El fuego del dragón quema mis pupilas. Los colores me
absorben, los aromas me inundan, las voces me ensordecen. Estoy en su mundo.
Mai, Mien, Mein, sonríe, está
contenta, me mira, es feliz. Una puerta, una habitación, una cama inexistente,
una mesa que no es mesa. Me ofrece su bocanada, comprendo. Aletargado me
pierdo, nos perdemos, me encuentro, me desencuentro.
El dragón tiñe de alba el caótico
paisaje. Mai, Mien, Mein ya no luce, aborrezco su cuerpo y aún así me es la
perfección.
Tomo
una calle y camino lentamente hasta el hotel. Subo raudo a la habitación, me
queda poco tiempo para tomar el vapor. Contemplo la maleta. Me paralizo… la
noche me atrapa, me abraza y me llena de melancolía. Una calle innombrable me
encuentra. Ella me sonríe... contemplo extraño la maleta. El cenit y la aurora se vuelven a suceder.
Sonríe. Debo volver… otra vez me atrapa, otra vez su sonrisa.
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