Aquel verano fuimos al sur, al sur oeste para ser más preciso, fuimos a
pescar. La provincia de Neuquén nos era conocida, habíamos ido muchas veces en
nuestras excursiones. Siempre encontrábamos lugares nuevos que descubrir. Esta
vez, no fue un lugar más. Adentrándonos entre cerros y ríos, descubrimos una
cueva, era un buen lugar para tomar un descanso y almorzar. Apenas entramos me
sentí extraño, invasor. En la saliente
de una roca, en un agujero, encuentro un viejo libro. Lo abrí, era un diario,
una bitácora, casi inteligible, tenía muchos años en aquel escondite. Algo pude
leer:
“Había llegado a estas tierras huyendo de Buenos Aires. Jamás imagine que
también me encontraría escapando de aquí.
La vi por primera vez una mañana en la que el sol, como de costumbre en
esta época del año, calcinaba mis sienes. Estaba parada con su tez trigueña, su
nariz aguileña, sus cabellos al viento y sus ojos de obsidiana. Estaba
mendigando comida, le habíamos robado su mundo. Su nombre tehuelche, en
cristiano, significaba “Pequeña Ave de Sol”. Fue el sol y el ave, me acerqué,
le hablé.
Al abrigo de nuestros pequeños encuentros nació, se engendró, explotó.
Somos Ave y Árbol.
El temor me corroía, nadie debía vernos, nadie debía saberlo. Su pueblo me
aborrece, el mío anhela su desaparición. Teníamos que perdernos del mundo para
encontrar nuestro lugar.
Las estrellas nos guiaron en nuestro rumbo, huimos al oeste, hacia las
montañas, hacia el propio destino.
Ochenta leguas al oeste del Río Colorado, a los 20 días del décimo mes del
año 1868 de Nuestro Señor Jesucristo.”
Lo cerré, lo volví a dejar en su lugar. No le conté a nadie de mi hallazgo.
Era su hogar. Nunca sabré la historia completa, me basto saber lo que lo que
supe.
Un buen verano de pesca, un buen verano…
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