Aquella noche te seguí por toda Roma (ciudad
divina, hija de dioses y hogar de Dios). Tu falta de presencia se me hizo
evidente. Llegué a pocos pasos de tu puerta. Tu tiro fue certero, saliste acompañada de
la mano de un extraño. Decepcionado, desalmado, embriagado, me arrastre imitando las
paredes para que no sospecharas. En cada recodo tomaba valentía y el elixir
que traía escondido. No sirvió para nada.
Allegra, cuando te conocí, aquí en tu
ciudad, no pude más que pensar que era
el lugar indicado para tu nombre. Alegre era la noche, alegre era la urbe,
alegre eras tú y alegre era yo. El tiempo se detuvo, las estrellas
resplandecieron y tu sonrisa invadió mi esencia. Así se sucedieron las horas y
los amaneceres. Nuestros encuentros fueron cada vez más intensos. Un día o una
noche, ya ni recuerdo, decidiste des-dibujarte. Me desesperé, te extrañé, lloré y enloquecí.
Desde las sombras te veo en la terraza,
alegre como siempre, regalando tus dones al incauto que hoy elegiste. No lo pienso, busco en mis bolsillos,
encuentro mi encendedor, me acerco a la puerta, vacío la botella, y lentamente
desato el infierno. Se acaban las risas
y resuenan los gritos. El rojo lo invade todo. Me doy media vuelta, camino
tranquilo y de soslayo veo tus ojos, ojos que imploran. Sigo caminando.
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