Se mira en un charco de agua, ése que dejó la lluvia de ayer… no se reconoce, no sabe quién es, cuenta con los dedos de las manos y decide que tiene diez años, sabe que son más, pero no tiene más dedos. Hace tanto tiempo que patea las calles rebuscando todo y nada, perdiendo su infancia en las esquinas, improvisando sonrisas para los demás, haciendo morisquetas para conseguir migajas.
Se refriega las lagañas, se acomoda las crenchas
duras, repasa sus ropas con la mano, le da vergüenza parecer un pordiosero, la
madre está ocupada con los hermanos más chicos, el padre está siempre tan
borracho que sólo le festeja la poca guita que le consigue para pagar su vino.
Sale caminando despacio hacia la estación de trenes de Retiro. El sol de
invierno recién empieza a despuntar, tuvo frio toda la noche y le costó dormir,
con la caminata, el cuerpo se empieza a calentar. Odia sus cachetes rosados
tanto o más que a su nariz mocosa. Odia el invierno, el otoño, la primavera y
el verano, no hay una estación que no tenga algo que reclamarle. Todas son una
mierda, una le ofrece la frialdad de las ventanas empañadas, la otra un montón
de hojas inútiles y marrones que no le sirven para nada, la estación de los
colores le concede flores marchitas, y la estival le desea una deshidratación de
total calidez. Las conoce, hace años, y sabe que tiene que apechugar todas.
Se volvió invisible cuando dejó de ser niño, también
odia ese momento. Antes, las personas, lo tenían… lo miraban y le regalaban,
una puta mierda, pero le regalaban, un cacho de pan o una porción de pizza, se
le antojaba que eso era una Navidad para su estómago.
Se mira en el espejo de un bondi, ése que le deja
pedir en su puerta… y se siente tan niño, tiene ganas de jugar, de correr, de
la risa fácil que ya se le olvidó. Su existencia, porque no le parece que sea
vida, es un ir y venir a la nostalgia de querer seguir siendo un niño.
Siente culpa de existir, de ser inocente en su
desdicha, de ser impalpable para las manos que brindan caricias, de necesitar.
El flaco de la esquina, al que ve todos los días en
su cansino deambular, le ofrece un obsequio. Hace tanto tiempo que necesita de
un regalo. El regalador es concluyente, con su presente se va a olvidar de su
miseria. Se considera con suerte, se encuentra encontrado aunque ni sabe dónde
está. Se enfrenta a su realidad de la mejor manera posible, evitándola.
La poli lo mete en cana unas cuantas veces y lo
caga a palos. Un cura le promete la vida eterna, no entiende la vida del día a
día, menos la eterna. Le parece una joda.
Se mira en las ventanillas de los autos, esas que
casi siempre le cierran en la cara… está cansado, se recuesta sobre la vereda
de 9 de Julio y Corrientes, hace horas que pide monedas en el semáforo. Está agotado
de llorar, las lágrimas corrosivas le duelen en las mejillas que supieron ser
rosadas. Odia, como siempre, ese frío
que lo envuelve.
Es tan invisible que ni él mismo se da cuenta de que
se fue.Ilustración: Patricia Fernández